José Guedes, pasión por la tierra y los animales

“Si la paloma de patio era un lujo en la casa, cuatro o cinco gallinas eran un tesoro”, dice durante la entrevista, celebrada en su casa-cueva de La Pasadilla (Ingenio, Gran Canaria), rodeado de sus corrales, bancales y huertos, para hablar de las palomas, gallinas y perros reconocidos hoy como razas canarias que, en el pasado, formaron parte del día a día en la vida de los hombres y mujeres del campo en Canarias. [Versión extensa de la entrevista publicada en la edición impresa de PELLAGOFIO nº 78 (2ª época, septiembre 2019)].
“El bardino es el mejor perro que haya podido parir una perra; noble, inteligente, fiel. Hoy lo hemos cambiado por otras razas buscando la fuerza y la agresividad”
Por YURI MILLARES
De niño ya se iba de trashumancia con las cabras (y la vaca, las gallinas, los cerdos y el gato) y acompañaba a sus padres a plantar tomateros a la costa. Como muchos de su generación, dejó la vida humilde y sacrificada en los campos isleños para acudir a la llamada del turismo y hacerse cocinero. Jubilado, ha vuelto a sembrar y cuidar animales, su pasión. Convertido en todo un sabio de la tierra, habla aquí de los animales que se criaban en casa (gallinas y palomas de patio) y de los que trabajaban a su lado (los perros bardinos).
“La paloma de patio es grande y bonita, pero no se tenía sólo por decoración, no había medios ni dinero”
■ OJO DE PEZ / Alternando sacho y cucharón Por TATO GONÇALVES |


–Depende de los gustos de cada persona. Yo hasta hace poco tiempo tenía palomas de todas las clases, porque todos los bichitos me gustan. Tenía la paloma de patio, palomas buchúas, mensajeras y la bravía.
–¿Cuál es la paloma de patio?
–Era preciosa, muy grande, bonita. El nombre ya dice cómo se podían tener. La gente con patios grandes tenía esta paloma, que volaba muy poquito. No se elevaba ni se desplazaba, estaba siempre en el patio y hacía el nido en el suelo, debajo de una planta o en una esquinita.
–¿Por qué se tenía esa paloma?
–Se tenía como decoración, porque eran grandes, muy vistosas, preciosas. También la portuguesa, que tiene igualmente la cola en abanico. Son palomas que vuelan muy poquito y la gente las tenía. El que tenía antes la paloma de patio tenía un lujo en la casa.
–¿Era un recurso para comer?
–También, porque había muy poca gente que tenía las cosas sólo de decoración, no había ni tiempo, ni medios, ni dinero. Yo de decoración tengo un cuadro, no un animalito: lo tengo mientras le pueda ir sacando partida, “yo le doy, tú me das”. Cuando no me da o el tiempo dice que llegó hasta aquí, se intenta cambiarlo o renovarlo y poner otro.
–También tienes gallinas.
–Sí. La que hemos tenido desde nuestros abuelos. Renovando de las que ellos nos dejaron y las he ido cruzando, pero siempre con gallinas del país y cambiando gallos. Así he ido conservando las gallinas que teníamos antes.
–La gallina sí se tenía en la casa para los huevos y…
«En las tuneras las gallinas te comían las cochinillas, comían las hierbas que salían debajo, le aflojaban la tierra, la iban abonando, toda una cadena»
–La casa de familia que tenía cuatro o cinco gallinas tenía un tesoro en la casa, porque tenía los huevos, el pollito, la sopa, se alimentaba con los granos que no se aprovechaban, limpiaba los terrenos de insectos… Es una cadena de aprovechamiento desde el punto cero, pero tienen que estar donde no estropee otras cosas, porque las metes en cualquier campo y lo viran del revés. Por ahí –señala– hay centros de tuneras que desde que las familias [que allí había] han muerto y las gallinas han desaparecido, ni las tuneras sirven, se le van las palas al suelo. Porque las gallinas te comían las cochinillas, comían las hierbas que salían debajo de las tuneras, le aflojaban la tierra, la iban abonando, toda una cadena. Fíjate la falta que hacen los animales. La gente se ha dedicado a tener perritos, nada más. Está bien, pero hay demasiados perros.
–¿Qué se les daba de comer antes a las gallinas?
–Lo que cogían. La gallina es un animal que se come lo que le echen: millo, hierba, grano del que se coge en la labranza, verduras estropeadas, fruta… No le hace reparo a nada, es un animal adaptado a comer de todo. Las mías se suben a las tuneras y los tunos que yo no cojo, que se quedan arrugados, ellas se encargan. Y eso es bueno para la tunera, que cuando se acabe la época no se quede con tunos encima, es malo para la planta porque siguen chupando de la tunera.
«Las madres esperaban a que hubiera media docena de huevos para mandarte a la tienda y cambiarlos por aceite, por azúcar, por gofio, por petróleo»
–¿Los huevos eran para venderlos en el pueblo o cambiarlos?
–Hacíamos trueque. Las madres esperaban a que hubiera media docena de huevos para mandarte a la tienda y cambiarlos por aceite, por azúcar, por gofio, por petróleo para los clinquillos (las palmatorias esas) y en la tienda te daban la cantidad que ellos consideraban como cambio. Y si le pedías más te lo apuntaban en el libro de Petete.
–Así como antes se cambiaban los machos de las cabras para renovar la sangre de los ganados, ¿con los gallos se hacía parecido?
–Para cambiar la sangre, sí. Se hacía y el que quiera tener algo, tanto en cabras, vacas, ovejas, cochinos, gallinas o palomas, hay que seguir haciéndolo. Si no, lo que consigue es una degeneración de la raza, cada vez es más débil, produce menos y crece menos, porque la sangre se va debilitando. Si queremos seguir manteniendo las cosas en su sitio esa es la mejor fórmula y hay que seguir haciéndolo. En muchos sitios no están de acuerdo porque pueden traer enfermedades a los corrales, pero eso tiene solución: hoy se les hacen analíticas a los animales cada poco tiempo y cuando usted lo traiga póngalo en cuarentena, póngalo aparte… Pero hay que hacerlo.
–En el caso de las palomas de patio o de las gallinas canarias, ¿qué hacías, le pedías un palomo o un gallo al vecino?
–Se lo cambiabas al vecino, le llevabas el tuyo, te llevabas el suyo, y cuando pasaban tres o cuatro años volvías otra vez a hacer el mismo cambio. Porque las gallinas nuestras, las canarias, tienen una vida con buena reproducción de tres o cuatro añitos si se cuidan bien. Entonces haces el cambio y le echas un nieto, un bisnieto o un tataranieto y sigues trabajando con la misma genética, pero la has refrescado.
–Otro animal que me interesa conocer es el perro. ¿Qué perros tenían ustedes antes?
–Antes sólo teníamos el bardino para las cabras, porque ese perro era un compañero, era un ayudante, era un guardián…
–¿Era buen pastor? –pregunta Tato.
–El mejor perro que haya podido parir una perra; un perro noble, inteligente, fiel. No hay palabras para ese perro. Hoy lo hemos cambiado por otras razas de otros países que no hacen más que matar a la gente, porque son unos cruces muy fuertes y no están buscando la inteligencia, sino la fuerza y la agresividad. ¡De esos perros hay que olvidarse, hombre, aquí tenemos un perro multiusos! Que el perro te ayude y trabaje para ti, no tú para el perro. Esos perros sí, están bonitos, pero yo los quiero. Yo quiero un animal noble, inteligente, que me ayude, que me aporte confianza, alegría y esperanza de que cada día nos vamos a entender mejor.
–Y lo que tenían era el bardino. ¿De dónde lo trajeron? ¿Lo tenían hace mucho?
«[El bardino] era el perro más completo. Después, con los cruces, han creado un perro de 50 kilos que sirve para exposición y para poquito más»
–Era el perro más completo. En los campos, los pastores y los agricultores teníamos esos perros. Después, con los cruces, han creado un perro de 50 kilos que sirve para exposición y para poquito más. Sigue teniendo nobleza, pero lo que queremos es un perro que sea hábil. Eso es una bestia, no se lo puedes echar a nada. El perrito que teníamos antes se lo echabas a una cabra; o estabas arando y se te rebellaba una novilla o un novillo nuevo (se te echaba en el suelo), le echabas el perro y el perro iba a la oreja, la pellizcaba y la vaca se levantaba otra vez. A ese perro tú lo educabas y le decías “¡venga, a la oreja!” y le iba a la oreja, “¡suéltala!” y la soltaba. Pegaba un pellizconcito y ya está. Que al final sólo con mandarlo no hacía falta ni que pellizcara…
–¿De qué color era?
«Cuando estaban los tiempos malos y no podíamos sacar los animales, al estar el perro en reposo la uña de atrás le crecía mucho y se hacía daño porque se enganchaba»
–El nuestro era grisáceo, con la rayita casi negra o de un color cremoso. Pero los había de muchos colores: uno que era más negro también tenía las rayitas esas, otro que era tirando a amarillo ocre. Todos con las rayitas negras y la uña grande detrás, también en la pata de atrás: los tres dedos y la uña atrás a mitad de la pata. Esa uña, a los perros que estaban sueltos o que teníamos todo el día trabajando, no se las teníamos que cortar. Pero cuando estaban los tiempos malos o fríos y no podíamos sacar los animales porque se mojaban mucho, al estar el perro en reposo esa uña crecía mucho y cuando lo mandabas se hacía daño porque tocaba el suelo o se enganchaba, entonces se la cortábamos con alicate y el perro trabajaba muy bien. Eso era un perro de calidad.
–Parece que hablas de otro perro bardino –dice Tato.
–En Fuerteventura y aquí había un bardino tirando a presa; pero también había un bardino con un buen tamañito que siempre ha sido el mejor perro, porque los otros eran de decoración, lo tenían los grandes señores. El que tenías en el campo para trabajar y guardar era más delgadito…
–¿Este…? –Tato le enseña fotos de bardinos que retratamos en Fuerteventura.
–¡Ese es el perro! El mejor que yo he conocido.
–¿Recuerdas el bardino de tu abuelo?
“Mi abuelo clavaba el garrote y le decía al perro bardino que se echara a cuidar el ganado y allí no se levantaba nadie”
–Se llamaba Tigre. Y era tan entendido que en los días de calor mi abuelo no encerraba al ganado: lo “acarraba”, se llamaba. “Vamos a acarrar el ganado aquí”. Entonces lo metían debajo de unos olivos o debajo de algún almendrero y ahí reposaba. Mi abuelo clavaba el garrote, enganchaba la chaqueta o la cantimplora allí, le decía al perro que se echara a cuidar el ganado y no se levantaba nadie. El perro, desde que se levantaba una oveja o una cabra, se levantaba él también y la cabra se quedaba en el círculo y no se marchaba.
–¿Sin nada alrededor?
–Nada. Y no se marchaba ningún ganado. Mi abuelo salía de la casa, que estaba cerca, y le traía al perro la pellita de gofio, pero no amasada, sino medio en polvo que era lo bueno para que después bebiera agua, se la echaba en una piedrita o algo, a beber agua y a trabajar otra vez. Y allí no se movía nadie hasta que mi abuelo llegara. Y si era algún baifito pequeñito que se despistaba, aparte de que la madre siempre lo llamaba, o se juntaban varios a correr el perro iba y los empujaba con la cabeza, no los mordía. Fíjate tú si era inteligencia esa. Y no se acercaba ningún perro por la zona que no fuera del mismo núcleo. Porque enseguida le ladraba e iba en su busca y lo ahuyentaba. Mi abuelo se lo echaba a los cuervos, porque iban a atacar a las crías pequeñitas de las cabras y a los corderos. Desde que veía a los cuervos rondando ya estaba el perro mirando para arriba y ladrando y no se acercaban.
–¿Tu padre también tenía?
–Mi padre también tenía uno, ese se llamaba Bardino. ¡Era bardino total! Te voy a contar una anécdota.
–…
«Para amarrar los tomateros se usaban tiras de platanera, se iban a remojar a la orilla de la playa para que estuvieran suaves»
–Mis padres hacían trashumancia, iban a la costa en la época de tomateros y en la época en que se secaban venían al campo a recoger la cosecha. Así estuvieron montones de años con las cabras. Un día, yo tenía dos añitos según me contaron, fueron a plantar tomateros a la playa del Cabrón [en Agüimes]. Para amarrar los tomateros, la gente hacía las latadas con tiras de platanera y había unos rastrillos con distintas medidas donde se sacaba la tira a la medida que tú querías y después se iban a remojar a la orilla de la playa, que estaba cerca, para que estuvieran suaves. Después las metían en un saco de esos de esparto y estaban todo el día húmedas para poder trabajar. Yo iba con mi madre a la orilla, muchas veces me lavaba, y nos veníamos otra vez a trabajar. A veces me llevaba alguna vecina: “María, voy a llevar al niño a la playa conmigo”.
“¡Ay que mi niño se habrá ido para la playa!’ Todo el mundo para la playa a buscar al niño por las orillas…»
Pero un día, estaban entretenidos trabajando, era la hora de recoger y llamando al niño y el niño no contestaba. El niño no aparecía. Mi madre desesperada por un sitio, con sus locuras, mi padre por otro. Fueron al encargado cuando el personal ya se iba para casa, “¡Ay, Constantinito!” (ya murió el pobre) “¡que no tengo a mi niño!”. “Pero Mariquita…”. “¡Ay que mi niño se habrá ido para la playa!” Todo el mundo para la playa a buscar al niño. Buscando por las orillas y por todo, por el cultivo… –interrumpe el relato unos segundos, con lágrimas en los ojos.
–Te emocionas al acordarte…
–Me emociono porque cuando eres padre… ¿lo entiendes no?
–… [Muevo la cabeza asintiendo y él continúa.]
«…El perrito se echó al lado mío, lo llamaron y salió del barranquillo. Mi madre lo recuerda y se le salen las lágrimas»
–Ya estaba acercándose la noche y dice el encargado: “Juanito, ¿usted trajo al perro hoy? Pues el niño va a estar donde está el perro. Yo voy a llamarlo y ustedes pónganse en los altos para ver de dónde sale”. Había muchos barranquillos y en aquella época se hacían muchas dunas de arena cerca de la playa, por las corrientes de aire. La gente plantaba calabaceras en las orillas de los tomateros y las echaban para el barranco y aquello se quedaba como un bosquito hermoso. Yo tenía frío y cogí una dunita de esas calentita, debajo de las calabaceritas, y me quedé frito –ríe–. Y el perrito se echó al lado mío. Llamaron al perro y salió del barranquillo que estaba muy cerca, al lado de las calabaceras de mi madre, a menos de treinta metros de ellos –solloza y ríe a la vez– y yo allí, frito. Y esa es la anécdota, me la contó mi madre, está viejita ya. Lo recuerda y se le salen las lágrimas.
–Claro, se llevaría un buen susto.
–Ese perrito duró con nosotros quince años. El perro no comía con nosotros, sino en el patio y se le llevaba su comida. Mi padre se iba en las cuadrillas por ahí y dejaba la chaqueta colgada de un árbol, de un soco, o de una piedra, porque le daba calor, y el perro se echaba donde estaba la chaqueta. Y cuando llegaba mi padre a comer, “qué raro, ¿y el perro?”. Volvía allá y el perro estaba con la chaqueta. Por eso te digo que eran unos animales que tenían un conocimiento, una responsabilidad enorme. Nunca lo amarrábamos.
–Terminamos. Un recuerdo dulce.
«Me encantaba la escuela, pero me encontraba las yuntas de vacas arando, o a los ganados sueltos con los corderitos y se me olvidaba ir»
–Son tantos. Me encantaba cuando iba a la escuela… las pocas veces que me mandaban. Como en aquella época las tierras estaban todas cultivadas, me encontraba las yuntas de vacas o de toros arando, o a los ganados sueltos en la época de cría comiendo con los corderitos o los baifitos. Me sentaba sobre una pared y se me olvidaba ir a la escuela.
–… [risas]
–Y cuando veía a los otros chiquillos que salían yo también me iba para mi casa. Como los padres de aquella época no te preguntaban qué hiciste, llegabas, comías, te cambiabas de ropa y te mandaban a coger para los animales o con las cabras sueltas o lo que hubiera. O a cuidar a los niños más pequeñitos. Y yo después me hacía querer por los compañeros de la escuela: “Mira, ¿qué pasó? ¿qué dieron hoy?” Y en aquella época donde yo iba a la escuela había un libro para todo el mundo que se llamaba Enciclopedia, que traía por fuera a un niño pintado. Todo el tiempo que estuve en la escuela tuve aquel libro. Y me decían los compañeros “hoy dimos esto, hicimos la página tal”. Iba a mi casa y en algún ratillo cuando estaba con las cabras me leía algo de aquello.