‘Marcelo’ Robaina, bodeguero en la comarca del Monte Lentiscal

“Antes bebíamos vinagre, ni punto de comparación con el vino que se hace hoy”, dice en esta entrevista de la sección “Cita con Canarias” durante una pausa en las tareas cotidianas en su bodega Plaza Perdida, cuyos vinos están adscritos a la denominación de vinos Gran Canaria. [Versión íntegra de la entrevista publicada en la edición impresa de PELLAGOFIO nº 52 (2ª época, abril 2017)].
“Antiguamente a los vendimiadores se les daba de beber aguapié, vino del borujo que ya estaba prensado”
Por YURI MILLARES
Asus 80 años cumplidos en octubre de 2016, es el bodeguero en activo más veterano de una de las comarcas vinícolas de Canarias con los más afamados caldos del siglo XIX: el Monte Lentiscal. A él le tocó vivir un siglo XX en el que tales vinos vivieron un declive que casi los lleva a desaparecer; ahora disfruta de otro siglo y otros vinos muy diferentes que salen de la misma bodega, Plaza Perdida, la que su abuelo compró en torno a 1920, con un lagar de viga y husillo que ya entonces rondaba el siglo y todavía conserva para deleite de la vista de quienes por allí se acercan.
“Siete hombres se pegaban un día entero para hacer cuatro mil kilos de uva, turnándose para pisar”
■ OJO DE PEZ / Tradición y paciencia PorTATO GONÇALVES |
–¿Por qué le dicen Marcelo si se llama Santiago Robaina León?
–Porque antes, cuando iban a apuntar los chiquillos al juzgado, bajaban cada dos meses con los ocho o diez que hubieran nacido. A mí me apuntaron como Santiago pero ya me llamaban Marcelo y me lo siguieron llamando… y ya tengo 80 cartuchos cumplidos.
–Vamos a hacer un poco de historia. ¿Cuántos años tiene esta bodega?
–Que yo recuerde, toda mi vida –ríe–. Mi abuelo fue quien compró esto. Se dedicaba a vender vinagre y se hizo con un montón de fincas Yo no lo conocí.
–¿Y cuando entró en ella por primera vez?
–De niño. Estos terrenos eran de un tío mío que estaba al tanto de la bodega y tenía una tienda de comestibles y estuve con él hasta los 24 años. Después me dediqué por mi cuenta a cosas del mercado, siempre relacionado con el vino. Nunca hemos parado de hacer vino en mi familia.
–El paisaje de esta comarca ha cambiado mucho desde entonces. ¿Cómo era antes?
–De oídas sé que esto antiguamente era un monte de lentiscos y arbustos. Después se plantó de caña de azúcar. En tiempos de mi abuelo y hasta hace 60 años había mucha viña, más que ahora, todas estas laderas hasta el pico estaban llenas de viña.
–¿Era un monocultivo?
–Bueno, también se plantaban arvejas, calabacinos, papas, cosas de la agricultura.
–¿Había muchas bodegas?
–Sí. No sé exactamente cuántas, pero en un kilómetro alrededor de ésta había unas siete u ocho.
–En época de vendimia la comarca sería un hervidero de gente…
–En este lagar se estaba pisando uva un mes y medio, porque de enfrente también venían a pisar aquí.
«Transportaban la uva en barricas de vendimia, que pesaban, vacías, 30 kilos… La gente era muy bruta antes»
–¿Cómo eran esas vendimias?
–Venía gente de los alrededores. Había unos que cortaban, otros que transportaban la uva en las barricas de vendimia, que pesaban, vacías, 30 kilos… La gente era muy bruta antes. Y después de pisar, el mosto lo sacaban de la tina a pulso, en tercios de 36 litros más el peso de la madera, para llevarlo a las barricas. Se hacía aguapié con el borujo [o bagazo] que ya estaba prensado; volvían a escacharlo y a ese mosto le añadían agua. Se fermentaba y era el vino que se daba de beber a quienes trabajaban en las vendimias.
–¿También se les daba de comer?
–En aquella época no, era gente paga y se iba cada uno a comer a su casa. Más tarde sí, porque venía mucha gente a ayudar a cortar uva.
–Sin analíticas ni tan siquiera un refractómetro para medir el grado de azúcar de la uva, ¿cómo sabían antes que la uva estaba en su punto de maduración idóneo para vendimiar?
«Para saber si la uva estaba madura había que mirar si el palo del racimo estaba poniéndose marrón»
–Porque estaba el palo del racimo poniéndose un poco marrón y, al tirar de la uva, la pipa también estaba marrón. Normalmente empezábamos en septiembre y estábamos hasta dos meses, que se cogía toda la uva junta y se mezclaba. Las primeras uvas cogían doce grados y medio y las últimas catorce y pico. Eran vinos con mucho alcohol, cogían hasta 15 grados.
–Mientras tanto, en la bodega, tenía que estar todo listo, especialmente las barricas, que era lo único que había. ¿Cuándo empezaban a prepararlas?
–La gente estaba meses lavando barricas, se les echaba piedras dentro y, depende del tamaño de las barricas, hacían falta dos hombres: había bocoyes de 900 o 1.000 litros y pipas o botas de 400 a 700 litros.
–¿Había agua para tanto lavado?
“Antes de la vendimia la gente estaba meses lavando barricas con agua de pimpollo de naranjero e hinojo”
–Se iba a buscar a una fuente que había arriba en el barranquillo, que se traía en bidones y el diablo, volteando por ahí para abajo.
–Todavía hoy lava sus barricas con agua caliente que hierve con pimpollo de naranjero e hinojo. ¿Quién le enseñó y, sobre todo, qué consigue haciendo eso?
–Eso se ha usado aquí de toda la vida y le da a la madera de la barrica un buen aroma. Antes se decía que las barricas mientras más viejas mejor, pero estaban picadas [acetificadas] y era la única manera de aromatizar la madera para no avinagrar el vino. ¡Y todavía hay quien diga que la barrica hace vino mejor! Antes es que no se podían conseguir nuevas.
–¿Qué hacían con los cascos que necesitaban un arreglo: había toneleros?
–Sí, había un tonelero en Pedro Hidalgo y venía bodega por bodega. ¡Aquí estaba semanas desarmando barricas y arreglando duelas, porque siempre se partía alguna, o había que poner un fondo nuevo! En las juntas de las duelas ponían tiras de platanera en vez de esparto, para que las barricas quedaran bien selladas, herméticas.
–Aunque hoy se sigue empleando la expresión “pisar” a extraerle el mosto a la uva, entonces sí era literal: se pisaba en el lagar. ¿Cómo se hacía, quién se encargaba de eso?
–Mientras se cortaba la uva y se iba echando en el lagar, se quedaban al menos dos hombres escachándola con los pies, que se lavaban antes de entrar en una artesa con agua. Siete hombres se pegaban un día entero para hacer cuatro mil kilos de uva, turnándose para pisar, levantar la prensa y todo eso.
«Los hombres, para que las mujeres no fueran a buscarlos a la bodega, empleaban el cuento ese de que se podía picar el vino si entraban»
–¿Las mujeres no pisaban?
–No.
–Hablando de mujeres, ¿entraban en la bodega de su abuelo? Muchos bodegueros lo prohibían sin excepciones.
–Eso era porque los hombres, para que las mujeres no fueran a buscarlos a la bodega, empleaban el cuento ese de que se podía picar el vino. Pero aquí no había eso.
–Pues todavía conozco bodegueros que se ponen nerviosos si ven entrar alguna mujer donde tienen el vino guardado.
–Sí, todavía hay gente creída en eso. Yo nunca lo he creído –ríe.
–Una tradición que sí mantiene es la de clarificar los vinos con clara de huevo. ¿Cómo se hace?
–También es de aquí de toda la vida, porque la clara de huevo es pegajosa y se lleva las partículas al fondo. Se ponen las claras a punto de nieve (dos claras por cada cien litros) y se hace un remontado con el vino para mezclarlo bien. Depende del depósito se deja ocho o diez días, que eso va decantando y depositando las partículas en el fondo, dejando el vino limpio –explica en lenguaje sencillo lo que es un proceso físico: “La ovoalbúmina, que es la proteína del huevo, tiene carga positiva; y los taninos, la materia colorante y la tierra tienen carga negativa porque es inerte. La carga positiva con la negativa se juntan y se forma una red de partículas microscópicas que por gravedad van bajando al fondo del depósito. Esa técnica llegó de las grandes zonas vitivinícolas de España, donde la empleaban las grandes vinícolas y después estaban las monjitas de clausura de aquellas comarcas que aprovechaban las yemas para hacer los dulces de yema”, describe Luis Delfín Molina, el enólogo, amigo y socio de Marcelo.
–¿El vino se embotellaba?
–Se vendía todo a granel, por litros y al público. Como mi abuelo y mi tío tenían tienda, lo llevaban de la bodega en tercios de 36 litros, con bestias, y lo vendían allí, donde lo tenían en una barrica grande de 600 litros, una pipa. Era un vino tinto de uva blanca y tinta mezclada.
–¿Cuándo tomó usted el relevo y se hizo bodeguero?
«Con el boom del turismo en el sur de la isla a principios de los años 60, se fue todo el mundo a trabajar porque ganaba más y esto ya no estaba dando tanto resultado»
–Hace más de 40 años, junto con mis hermanos.
–Hubo un momento en los vinos del Monte Lentiscal en el que parecía que iban a desaparecer. Cerraron la mayoría de las bodegas, se abandonaron las tierras. Sólo unos pocos bodegueros resistieron. ¿Qué fue lo que pasó?
–Fue por el boom del turismo en el sur de la isla a principios de los años 60, a donde se fue todo el mundo a trabajar porque ganaba más y esto ya no estaba dando tanto resultado. No tiene punto de comparación con el vino que se hace hoy.
–A partir de los años 90 transformó su bodega para dotarla de moderna tecnología incluyendo un tren de embotellado; también la viña, para reconvertirla a cultivos más productivos y de mejor manejo…
–Sí, fui de los primeros aquí.
–¿Quién le convenció?
–Por cursos que fui haciendo.
–¿En qué se parecen los vinos que hace usted hoy de los que hacía su abuelo?
«No soy cocinero pero sí soy bien amañado para preparar una carne de cabra, un pescado, un pollo, unas judías»
–Antes nos acostumbramos a beber vinagre y bebíamos vinagre.
–Terminamos, un recuerdo dulce.
–Los buenos momentos en la bodega, los sábados: preparo cualquier boberiílla, no soy cocinero pero sí soy bien amañado para preparar una carne de cabra, un pescado, un pollo, unas judías –ríe y saca unas fotos que tiene enmarcadas con la inscripción “Machorra donada por Pancho Fleitas para comerla en la bodega Plaza Escondida. 1987. Aquí fue bautizado el holandés Matías”… con vino sobre la cabeza.