“Antes había un velero que suministraba a todos los faros”

Entrega que recupera para la “Hemeroteca Yuri Millares” antiguos reportajes publicados en prensa escrita. Éste apareció originalmente en enero de 1997, en la serie “Gente en la isla” del periódico semanal ‘La isla de Fuerteventura’. (Edición PELLABLOG, semana 34/2014, 18 agosto).
● Textos y fotografías de YURI MILLARES |

“Cuando estaba yo, ya era de petróleo”, dice Lorenzo Rodríguez Pérez, el último torrero que tuvo el faro de Jandía y jubilado desde hace varios años. “Había que dar fuelle, había que subir el peso. Luego vino la eléctrica y por último la radiosolar, y ahora está el faro solo. Cada día vienen los técnicos de La Entallada –donde hay otro faro– a limpiar los cristales y echarle agua a la batería”, sigue relatando una tarde como muchas, sentado junto a su esposa, Magdalena Rodríguez Francés, en su casita del poblado de la punta de Jandía, con una magnífica vista del faro, resplandeciente como si ardiera con el sol ocultándose tras él.

Él no quería entrar a trabajar en el faro. Ella opinaba que era mejor eso, que era seguro, que otra cosa. “A los cuarenta años cumplidos fue cuando entré al faro y ya tengo setenta y dos”, comenta para iniciar el repaso a sus recuerdos de 27 años apagando cada día la luz que guiaba de noche a los barcos. Su relación con esa construcción tan peculiar apuntando al cielo, sin embargo, comenzó mucho antes.
Desde pequeñillo
“Yo de pequeñillo venía al faro, me gustaba, y llevaba amistad con el técnico. Cuando venía por la tarde, me decía: ‘Lorenzo, sube arriba y enciende y yo de aquí te digo sube o baja’. Todavía era de aceite de comer”. Esas visitas de juventud no tuvieron como resultado, inicialmente, que consiguiera un puesto en el sencillo organigrama del faro (dos técnicos de señales marítimas que llegaban destinados y un ayudante que siempre era un nativo de la zona), aunque oportunidades no le faltaron. “Después que me casé me llamaron para si quería entrar. Yo le dije que no porque mi mujer iba a tener un niño. Entro otro muchacho y estuvo doce años”.

“Si no me gusta me marcho”
Transcurrido ese tiempo hubo otro relevo en el puesto de ayudante y lo ocupó más de un año otro muchacho. “Volvieron y me llamaron a mí. No fui y entró mi cuñado un año y pico, casi dos. Después me llamaron. ‘Cristiano, entre esta vez’. Y digo: ‘Bueno, entro con esta condición: me dan más sueldo y estoy y si no me gusta me marcho’. Entré, seguí y estuve veintisiete años”, relata esbozando una sonrisa al recordarlo. “A él no le gustaba mucho la pesca y a mí me gustaba que entrara en el faro, que era un sueldo fijo”, señala su compañera. El trabajo de Lorenzo Rodríguez como ayudante del farero titular comenzaba a las tres de la madrugada, momento en el que relevaba en su puesto al técnico, que era el encargado de encender el faro a la puesta del sol. “De las tres hasta apagar, la guardia la hacía yo y durante el día, si había que pintar y limpiar, lo hacía”.
“Todo el día albeando”
Observando al faro en la actualidad, protegido por un alto muro, se nota que le faltan cuidados ahora que no hay torreros con destino en él [N. del e.: El reportaje se escribió antes de la restauración del edificio, para dedicarlo a Centro de Interpretación de la Naturaleza de Jandía]. “Se está cayendo a cachos, por dentro y por fuera”, indica Magdalena Rodríguez. “Cuando estaba yo, me pasaba todo el día albeando y siempre se estaba cayendo”, dice entonces su marido, que explica el rápido deterioro que sufren las paredes de la construcción por el viento, que sopla con energía en este llano abierto al mar y convierte la espuma que salta entre las rocas de la orilla en una nube de millones de gotitas, la maresía, que empaña los cristales en lo alto de la torre y humedece la pintura de sus paredes hasta hacerla caer y ofrecer el ladrillo desnudo a nuevas gotitas.
Embarcadero
A unos pocos cientos de metros del faro, los restos del embarcadero siguen recibiendo el embate de las olas, más suavemente en esta orilla de sotavento, apenas otro centenar de metros en dirección norte. Hasta allí llegaban las provisiones que necesitaban estos aislados torreros, en este caso, además, en un enclave caracterizado por su paisaje desértico. “Antes había un velero que suministraba a todos los faros”, confirma Lorenzo Rodríguez.

Encalla el ‘Bartolo’
Se refiere al Bartolo, que concluyó la última travesía precisamente muy cerca del faro de Jandía hace 23 años [cuando se publica este reportaje a principios de 1997]. “Se encalló y se astilló ahí el pobre, en la playa de las Casillas”, rememora ella. “De madrugada encalló”, añade él, “traía al otro técnico de relevo y traía pasaje”. La tragedia, por suerte, con la única vida que terminó fue con la del propio velero, pues tripulación y pasaje alcanzaron la orilla a salvo. Una orilla que se llenó de cosas, de comida, de equipajes, de maderas y cabos. “Fue un siete de septiembre”, precisa, “después empezó a venir el Rápido, que también se perdió”.
Dos torreros por turnos
En esta ocasión, el técnico que llegaba a tomar el relevo tuvo un agitado desembarco cuando se disponía a iniciar su labor, por un nuevo período, a cargo de la señal que emite cada noche el faro. “Los técnicos, que eran dos, lo pidieron y lo lograron, de estar cada uno seis meses”, asegura Magdalena Rodríguez Francés. Su marido tenía un mes de vacaciones al año, que aprovechaban para descansar en el cercano Morro Jable o dar algún salto hasta la capital grancanaria, Las Palmas, o a la isla de Lanzarote.
Náufragos
Hace menos tiempo, doce años aproximadamente, otro caso hizo variar la monótona rutina de la vida del torrero. Lorenzo Rodríguez Pérez lo relata recreando en sus palabras el ambiente de normalidad que reinaba en aquel amanecer. “Estaba el horizonte claro, limpié los cristales –que se ponían húmedos por dentro durante la noche debido a la humedad– y bajé otra vez, a coger agua del aljibe, porque ni agua teníamos. Metí un balde para subir a mi casa cuando veo dos hombres desnudos venir”. En el muellito estaban acampados unos turistas, así que pensó: “Estos extranjeros se botaron al agua y alcanzaron un golpe”. Pero no. “Iban derechos a mí. Uno traía un pulóver amarrado y el otro no traía nada absolutamente”.

–¿Qué barco, en dónde?
–Allí –dice uno de ellos.
“Yo había mirado desde arriba y no había visto nada”.
–¿A qué hora?.
–A la una.
–¿El faro apagado? –dice, preocupado sin duda por si la luz había fallado.
–No, el faro encendido, fue un despiste nuestro.
“¡Entra, que vienen dos hombres desnudos!”
“Me pidieron agua y les di agua”. Según los iba viendo acercarse y habiéndose sobresaltado su mujer, que se dirigía hacia el lugar, le dijo él: “¡Chacha, entra para adentro, que vienen dos hombres desnudos!”. Pero su mujer sólo pensaba en ayudar y no le importaba. “Eso no se mira, a un náufrago no se le mira si está vestido o no”, insiste ella. “Mire, don Tomás, levántese, que aquí hay dos náufragos y están derramando sangre”, llamó Lorenzo Rodríguez al técnico, mientras buscaba unas ropas para los recién llegados. “Tenía un poco de ron y les di una copa”.
–Deme otra.
–Toma la botella.
“Pero desde que bebieron aquello caliente, la sangre salía por todos lados. Al momento tenía la ropa encarnaíta toda”. Rápidamente trasladaron a los dos náufragos a un hotel donde el médico los atendió y curó. Los tripulantes del yate pidieron al torrero que estuviera pendiente por si aparecía una bolsa amarilla. Nunca la vio.
■ EN LA CANTINITA‘Federico’, el burro cantorEl núcleo de casas cercano al faro de Jandía vio descender su población de pescadores, según crecía la oferta de trabajo de los hoteles que empezaron a construirse en torno al entonces pequeño núcleo de Morro Jable. “Nosotros nos quedamos en el faro y a veces pasaban hasta quince días y no veíamos a un alma. Teníamos un burro para ir a Morro”, relata el torrero Lorenzo. La actividad no desapareció en el poblado de la punta de Jandía. Siguió habiendo pescadores y, además, turistas, pero la gente que tenía la tienda fue de la que se marchó. “Y digo: Voy a poner un cantinita y me entretengo por las tardes, en los ratos libres”. Así lo hizo y permaneció abierta hasta que se jubiló. “Nos fue bien”, confiesa. El burro también participó en el pequeño negocio de la cantina. “Le decía: ‘¡Federico, canta!’. Y cantaba”, asegura. El truco estaba debajo del mostrador. “Movía una lata de millo y cantaba”, se ríe recordándolo. Los rebuznos del animal a la señal del torrero metido a cantinero pasaron a formar parte de algunas tardes divertidas en el pequeño local, surtido de mariscos del propio farero y su mujer, Magdalena, que tenían una extensa costa por la que pasear en busca de lapas, burgados y mejillones. Hervidos y puestos en vinagre, su preparación ocupaba muchas noches de vigilia en las que había que estar despierto para cuidar que la luz del faro siguiera destelleando en el horizonte. Pero de tanto observar el cochino –porque también tenían uno– al burro recibir millo por sus solicitados cantares, aprendió pronto la forma de incrementar la ración y recibir él una parte. “Arremetía contra el burro para que le echaran millo y coger algo”, sigue riendo el torrero, que estuvo 27 años apagando la luz de la torre y entró sin que le gustara mucho la tarea. “Pero entonces no había trabajo y con lo poquito que me pagaban del faro y lo poquito que yo ganaba, vi que iba adelante y gracias a Dios tuve buena suerte” ● |