Historia isleña

Y el gobernador civil derriba la puerta

Segunda parte del divertido relato que narra la ‘accidentada’ visita de los entonces príncipes de España, don Juan Carlos y doña Sofía, a la isla de Fuerteventura. En la primera parte –“¡Llegan los príncipes…!”–, el helicóptero en el que se desplazaron a la isla desde Gran Canaria aterriza, por error, en el campo de fútbol de un cuartel. Enseguida reemprendieron vuelo hacia el campo civil donde les esperaban. [En PELLAGOFIO nº 39 (1ª época, marzo 2008).]

Por ANDRÉS RODRÍGUEZ BERRIEL
Fue alcalde de Tuineje (Fuerteventura) entre los años 1973 Y 1977

Por fin llegaron ante los príncipes las autoridades con las chaquetas arrugadas y las corbatas fuera de su sitio, sudorosos, y las damas, arrugadas, despeinadas, sudorosas por las carreras, sofocos y forcejeos ante la plebe, con los ramos ajados y marchitos y temblorosas por hacer una reverencia que habían ensayado sin estar rodeadas de tantas personas, estorbándose unas a otras y sin cumplir el protocolo.

En fin, desconcertante, pero aclarado el error, los ilustres visitantes y el gobernador civil como cicerone pasan al coche oficial del Cabildo Insular y el presidente con el delegado y demás autoridades arrancan para el cabildo. Aquí empieza el siguiente enredo. El presidente del Cabildo quiere ser la máxima representación de la isla, por encima del delegado del Gobierno y del alcalde capitalino y, pese a que la Delegación cuenta con un amplio balcón que domina toda la calle y la plaza de la iglesia, e incluso un vestíbulo para recibir y saludar a todas las autoridades insulares, se empeña aquél en llevarlos al cabildo.

Pese a que la Delegación del Gobierno cuenta con un amplio balcón que domina toda la calle y la plaza de la iglesia, el presidente del Cabildo se empeña en llevarlos a la casa palacio

Prisas en la casa palacio
Al bajar del coche, los coros y danzas de Tetir empiezan su repertorio de bailes típicos, pero el presidente tiene prisa y mete a los príncipes dentro de la casa palacio, dejando el folclore para otra ocasión. Dentro esperaban la corporación cabildicia, las corporaciones de los seis ayuntamientos con sus alcaldes y jefes locales del Movimiento, los concejales de los tercios familiar, sindical y patronal, los consejos insulares y locales del Movimiento, la Sección Femenina insular al completo, los jefes militares (Infantería, Marina, Aviación y Guardia Civil), el clero insular, Sanidad, funcionarios del Cabildo, parentela y amigos de los políticos principales y alguno más que “tamién diba en la rueda de los presentes” como diría Pepe Monagas.

El vestíbulo, pasillos y salón de plenos estaban abarrotados. Sin poder saludar a nadie y acompañados por unas folías que se escuchaban sobre el silencio exterior e interior, los príncipes fueron conducidos al estrado donde, una vez sentados, el presidente insular saca sus folios y empieza monótonamente a leer. No existía megafonía y cuando las folías terminaron el público dio comienzo a los aplausos y gritos de “¡vivan los príncipes!”, de tal manera que no se escuchaban las súplicas y peticiones del orador, cada vez más histérico.

El desconcierto era general y doña Sofía le cuchicheó algo al gobernador, que haciendo gala a su apodo le quitó el papel que leía al presidente del Cabildo

Desconcierto en la azotea
El desconcierto era general y doña Sofía le cuchicheó algo al gobernador, que haciendo gala a su apodo le quitó el papel al presidente, que se había quedado mudo ante el clamor de la plebe que empezaba a gritar “¡que se asomen, que se asomen!”.

Por fin, alguien señaló que el cuarto de la azotea tenía una ventana que daba a la plaza y hacia allí arrancó la comitiva, escaleras arriba. Al llegar ante el cuarto la puerta estaba cerrada y se mencionó una llave, pero Gerona de la Figuera estaba en vena y arremetió, con sus ciento y pico kilos, contra la puerta que se abrió de par en par y, una vez todos en el interior y acostumbrados los ojos a la penumbra, vieron a un señor en calzoncillos y camisilla sobre un catreviento, con los ojos a punto de saltársele del casco y rozando la taquicardia. El pobre hombre era el guardián nocturno y encargado del mantenimiento del edificio, que había aprovechado la visita principesca para descansar en su aposento, lo más alejado del mundanal ruido y arrullado por palomas y pichones.

El héroe del día, el ínclito gobernador, empuñó una azada y desclavó todas las maderas, abriendo las hojas de la ventana, desde donde los príncipes, incómodos y poco visibles, agitaron las manos

Más contratiempos: la ventana sin cristales que daba fe de la puntería de la chiquillería, estaba clavada con tablas para evitar el paso de las palomas y allí, el héroe del día, el ínclito gobernador, empuñó una azada y desclavó todas las maderas, abriendo las hojas de la ventana, desde donde los príncipes, incómodos y poco visibles, agitaron las manos a modo de saludo ante los aplausos y vítores del pueblo. Al ver los tacones de doña Sofía desaparecer en la capa de palomina [excrementos] que cubría el piso y oír al presidente del Cabildo decir que no era palomina sino encalado que se había caído, el gobernador le dijo: “Para la princesa es palomina, pero para ti es mierda paloma”.

Nos repetía Gerona de la Figuera lo bien que habían encajado los príncipes el viaje y con el humor que se lo habían tomado, dando ejemplo del saber estar y de su clase ante los avatares o resbalones de los hombres públicos de antes, y los políticos de ahora, que no se llevan paja y media en las meteduras de ancas.

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