Isleños por el camino de Haría a Máguez, en Lanzarote

Dorina Torres (vecina de Máguez que cumple el día de Todos los Santos en que se publica el reportaje, 75 años justitos) iba de niña y en esta fecha a pedir a las vecinas la limosna de los difuntos: los higos pasados, que se abrían justo ahora. Y por el viejo camino hacia Haría pasando por La Atalaya la juventud subía en la época a comer moras en una ruta que conocieron varias generaciones para ir al molino de gofio. [Se publicó en dos partes en PELLAGOFIO nº 35 y PELLAGOFIO nº 36 (1ª época, noviembre y diciembre 2007)].

Muy corto
El camino recorre apenas dos kilómetros que podemos hacer cómodamente en subida y/o bajada. Saliendo de Haría, debemos subir por la calle trasera de la iglesia hasta entrar en la calle del Molino, salimos del pueblo por una pista de tierra muy corta hasta la degollada que hay en la lomada de La Atalaya. Junto a los restos de piedras de la molina (sobre ellos hay una cabaña de madera) baja el sendero entre paredes de piedra seca hasta la carretera y Máguez ●
1.A coger moras para “hacer noviazgos”.
Haría y Máguez son dos pueblos del norte de Lanzarote conocidos por disponer de las vegas agrícolas más prósperas de la isla. Entre ellos hay muy poca distancia y los vecinos recorrían dos caminos diferentes para ir de uno al otro: el de Los Cascajos –que era empedrado y hoy lo cubre la carretera asfaltada, “se llamaba así porque no era sino cascajos, que iban las más viejas que yo al baile a Haría y perdían los tacones entre aquellas piedras”, relata Dorina Torres Bonilla, vecina de Máguez– y el de La Atalaya –hoy en desuso, entre huertos abandonados de viña e higueras–. Este último era muy transitado, pues en la degollada que hay a medio camino había una molina y un molino ya desde el siglo XIX, el segundo de los cuales todavía molía hasta bien avanzado el siglo XX.
«Para moler en las molinas de fuego había que coger una medida de petróleo por la cartilla, que una medida molía cinco o seis kilos de grano»DORINA TORRES

Eran molinos de viento que fueron sustituidos en su labor por otros tantos que abrieron en el propio pueblo de Haría y funcionaban con motor de explosión (se les llamaba “de fuego”). Cuando no había petróleo (en los primeros años de la dictadura franquista), “para moler en las molinas de fuego había que coger una medida de petróleo por la cartilla, que una medida molía cinco o seis kilos de grano”, dice.
Dorina no conoció sino las ruinas de los molinos que había en La Atalaya, pero “le oía decir a mi madre, que allí cerca tenía un cachito de viña mi abuelo y ella iba con el burro y los taleguitos de millo al molino, que allí había un molinero viejito que decía ‘¡arriba Silvano!’ al muchachito que tenía trabajando, porque había que subir unos escalones para echar el millo en la tolva”. Desde Máguez “el camino era estrechito, pero tenía cachitos de piedra y cachitos de tierra. Todo el mundo no iba sino por allí, a moler; bueno, cuando yo lo conocí ya no se iba a moler, sino que íbamos a Haría a comprar tabaco para los viejitos cerca de las primeras casas del pueblo. Enseguida llegábamos”.
Rulos de latón
Entre las anécdotas que conoce, Dorina cita una muy curiosa: “Cuando las muchachas más viejas que yo todavía eran solteras, vino la moda de la permanente y había un latonero que tiraba los recortes de las latas en una tierra, del molino para abajo. Entonces las muchachas iban a buscar los recortes de lata, los envolvían en un papel y se hacían las permanentes, los recortes se enroscaban [como rulos] en la cabeza, se quitaban al cabo de una hora o dos y ya estaban los pelos rizados”.

En La Atalaya y en la ladera por donde sube el camino desde Máguez había huertas en los que crecían frondosos los morales y subir a coger moras era todo un acontecimiento para los jóvenes. “Abuelito, donde tenía las parras tenía un moral grande y nosotros íbamos por el callejón del Molino –nombre por el que conoce Dorina al sendero– ¡bueno! un rancho de muchachos con las palanganas y cantando íbamos a comer moras allí. Con las palanganas traíamos para la casa, para comerlas con gofio porque no había nada. Era una cosa de la juventud, porque se juntaban machos y hembras y allí se hacían noviazgos”.
Gofio y tocino
Las tres comidas del día “no era sino gofio”, dice. “Por la mañana se guisaba suero, porque no se comía la leche, con gofio; a mediodía, potaje con gofio; y a la noche el mismo caldo, calentado, con gofio y un cachito de tocino para los hombres. Mi padre, el pobre Dios lo tenga descansando, me dejaba un cachito de tocino porque a mí me gustaba. Apenitas, porque se lo echaban para ellos los que estaban trabajando”.
Y a partir del Día de los Santos, ya se podían comer higos pasados y porretos (tunos o higos picos pasados). Era en esta fecha cuando se sacaban por primera vez y se consumían durante el invierno hasta gastarlos (en Canarias tenemos dos estaciones en los campos, del verano se pasa al invierno y viceversa).
“Para el día de los Santos y el día de Finados, chiquita yo, me acuerdo que mi madre nos daba a mi hermano (Dios lo tenga descansando) y a mí a cada uno un zurrón y nos decía: ‘vaygan a pedir la limosnita de los Santos’, y dos viejitas vecinas (¡que tenían una fruta más hermosa!) nos llenaban el zurrón; no íbamos a casa de más nadie, sino a casa de esas dos”.
2.Leña de higuera para el potaje, de tunera para el tiesto
Entre La Atalaya y Máguez, el sendero que parte de Haría se encuentra con un tramo de camino flanqueado por paredes de piedra seca a derecha e izquierda; las del lado de la montaña, más altas para contener la tierra de los huertos de ese lado, y las del lado de la ladera, apenas para marcar la separación con la sucesión de más huertos, todos abandonados hoy. Sin nadie que las cuide, algunas higueras sobreviven entre la vegetación que crece salvaje y, en invierno, se llena de flores amarillas. Dorina Torres Bonilla recuerda sus viajes a pie por el camino, y los de sus vecinos de Máguez, para subir cada cual a sus sembrados en esta montaña. “Se plantaban papas, habas, chícharos y eso. Yo me acuerdo de ir”, afirma.
La de higuera, la de duraznero; con estas leñas fuertes se hacían los potajes. Porque eso no era sino hacer potajes; si había aceite se le echaba, si no, el cachito de tocino

Dorina, que nació en 1932, pronto conoció la época que en su generación llaman “de la guerra” o, más aún, “del hambre”, conceptos ambos unidos. “¿Sabe cuándo no había hambre? Cuando llovía. El que tenía unos cachitos de tierra y llovía, cogía papas, garbanzos y no pasaba hambre. Mis abuelos tenían unas higueras y nos daban higos pasados. Había higos gomeros, vijariños, colorados… Era mucha la necesidad. Estábamos llenando el mes de diciembre y decía la gente “el mes de Navidad entre fiestas y aguas se va” y no trabajaban; y, si no ganaban una perra, ¿qué había? Hambre nada más”.
Años ‘llovedores’
Pero llegaban esos años “llovedores” y había abundancia de granos para hacer gofio. “Se le echaba millo, arvejas, garbanzos, hasta chícharos, de todos los granitos que había, que se repelaban, se le echaba mezclado”. Todos estos granos eran tostados en las casas para, otra vez por el camino, ir hasta Haría a alguno de los molinos de fuego a molerlos.
Las cuevas se llenaron de soldados en los años 40 en que se usaron como polvorín. «Fui con una vecina que tenía el hermano sirviendo allí en el cuartel, y la mandaba que fuera a comprar huevos aquí en Máguez»DORINA TORRES

Para tostar el grano del gofio, cada familia tenía su tiesto y bajo él prendían pencas de tunera, pero fuera de la casa ya que esta leña produce muchísimo humo (“¡Quién dormía después si se metía para las habitaciones!”, exclama Dorina). Para la cocina había otra leña, explica: “La de higuera, la de duraznero; con estas leñas fuertes se hacían los potajes. Porque eso no era sino hacer potajes; si había aceite se le echaba, si no, el cachito de tocino”. Ya fuera la escasa leña para cocinar o la más abundante pero muy humeante para tostar el grano, había que irla a buscar también por el mismo camino cada cual a sus huertos, donde habían higueras y tuneras cuyos frutos se guardaban para el invierno: higos pasados y porretos (tunos o higos picos pasados), respectivamente.
Los tiestos para tostar el grano del gofio (y, cuando Dorina era “chica, hasta para tostar pejines y eso”, recuerda), eran de barro “de una viejita en El Mojón que hacía las tallas y todo eso”. Tenían un tamaño mediano, pero fueron desapareciendo después de los años 40 por otros metálicos, “cuando vinieron los camiones”. Entonces se empezaron a hacer con los bidones de combustible: “Los cortaba el herrero a la mitad, le hacía una boca con su tapa y allí se tostaba. Si en el otro se echaban dos kilos, en éste se echaban ocho y diez kilos de una vez”, sigue relatando.

Hasta ese momento el parque móvil de la zona lo constituían algunas bestias y un carro para el correo. Pero, dice Dorina, “un hombre trajo un camioncito y pegó a sacar arena de allí detrás [en La Atalaya] y piedras de unas cuevas donde sacaban cantos para fabricar casas, porque antes no había bloques y no se hacían las casas sino de piedra y cal”.
Las cuevas se llenaron de soldados en los años 40 en que se usaron como polvorín. “Sé cómo son las cuevas, porque fui con una vecina que tenía el hermano sirviendo allí en el cuartel, y la mandaba que fuera a comprar huevos aquí en Máguez. Para los jefes sería. Yo era chiquita e iba con ella y Luciano nos enseñaba aquello por fuera, el polvorín, más abajo la cocina con unos teniques y allí hacían de comer los soldados”.
El botánico David Bramwell
Escribió, en su colaboración habitual para PELLAGOFIO acompañando a la página de este sendero, el artículo “El cardón que desapareció de Lanzarote”, donde relata cómo, en 1978, recorriendo el norte de la isla con su esposa Zoë, “anotamos en el cuaderno de campo la presencia de un cardón (Euphorbia canariensis) en el malpaís [en Máguez], pero todos los intentos posteriores de reencontrarlo han sido en vano y los últimos estudios de Lanzarote destacan la ausencia del cardón en la isla” ●