Baúl del lector

El palillo en la boca como arma de disuasión masiva

«Era un mundo en el que había cuatro clases de personas: las que llevaban palillo en la boca y las que no, las que tenían animales y las que no», escribe Juan José Jiménez sobre las ferias de ganado en su primera entrega de su serie “La máquina china” en esta revista. [En PELLAGOFIO nº 97 (2ª época, junio 2021)].

Por JUAN JOSÉ JIMÉNEZ

Las ferias de ganado de antier eran un compendio de bolsa de valores, cita dominical donde lucir el mejor ajuar de las gavetas, lugar de encuentro, ágora de grandes verdades y no menos grandes mentiras, y sobre todo, una cosa muy, pero que muy seria. Por lo menos hasta la raya del mediodía. Era un mundo en el que había cuatro clases de personas: las que llevaban palillo en la boca y las que no, las que tenían animales y las que no.

Los primeros de los dos grupos eran los marchantes. Tipos duros, negociadores natos. De mirar atravesado. Un marchante se destacaba de lejos por el bulto en su bolsillo. Casi un fenómeno geológico a ambos lados del pantalón. Cash. Dinero líquido. Muchas personas nunca vieron tales fajos de billetes como los que podía sacar un marchante de ganado en una feria. Era el Ibex en un tergal.

El marchante de ganado disponía de un amplio equipo biológico extra. Sus ojos eran capaces de analizar incluso la fisonomía interior de un toro de la tierra. Un antecedente al posterior rayo X que alumbrara el físico alemán Wilhelm Röntgen.

También discernía mirando de soslayo cada falla de la mecánica (tanto ósea como muscular) de un ejemplar, ya fuera bovino, ovino o caprino. Y con solo otear de lejos una ubre, podía calcular litros por minuto, el Ph lácteo, o goteos indeseados de las glándulas mamarias de toda hembra bajo su radio de visión. Cada mínimo desperfecto, como el desafinado de un balido, o una avería o falla en cualquiera de las piezas que componen un baifo, bajaba el precio del animal de forma exponencial. Mientras que sus cualidades subían su cotización en apenas términos de décimas, cuando no centésimas.

El ganadero montaba las mejores camas de pinocha a sus animales para no enredarles la permanente y el día de autos los acicalaba, como al resto de la familia, para presentarse en la feria vestidos de domingo

El ganadero no solía llevar palillo, pero sí animales, dado que el palillo siempre ejerció de arma de disuasión masiva. Desde días antes de la feria sometía a sus ejemplares a golosinas dietéticas que le mejoraran el tipo, les montaba las mejores camas de pinocha para no enredarles la permanente y el día de autos, desde muy bajas horas de la madrugaba, lo acicalaba, como al resto de la familia, para presentarse en la feria vestidos de domingo, desde el ternero a la señora.

La feria de antier no es la feria de hoy. Allí se negociaba al peso. Y la exhibición no atendía a darse el pisto, sino a alimentar a la familia en una sociedad en el que los animales vertebraban la cúspide de la cadena de la supervivencia hasta bien entrado el siglo XX, en vísperas del boom turístico. Luego llegaría el asfalto, el cierre de las pequeñas gañanías que salpicaban el paisaje del interior y la desconexión del isleño con sus parientes de antaño, a los que hoy visita en las ferias con curiosidad zoológica, dándose hasta casos de confusión entre lo que es una ubre bien puesta y lo qué una criadilla sobrecargada de testosterona.

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