Baúl del lector

Los diálogos de la lavadora

«Mi lavadora es sosa, aburrida, no me habla sino a base de pitidos molestos y de rabietas infantiles cuando centrifuga. Es imposible mantener con ella un diálogo medianamente entretenido. Cosa que sin duda no ocurría en los muchos lavaderos…», escribe Carlos Santana Jubells en esta entrega de la serie “Baúl del lector”. [En PELLAGOFIO nº 84 (2ª época, marzo 2020)].

Por CARLOS SANTANA JUBELLS
Historiador, archivero y gestor documental

Escribo esto un sábado 29 de febrero. Como en la vida de todo buen señor de mediana edad que se precie, trabajador de lunes a viernes y bastante gandul para según qué cosas, el sábado es día de lavadoras. Una lástima que esto no pueda ocurrir, como los 29 de febrero, cada cuatro años. Y es que yo soy de los que invierten 45 minutos en poner una lavadora, un par de horas en secarla y –volviendo a lo de gandul– un mínimo de 7 días hábiles para planchar, colocar y volver a empezar en un bucle espacio-temporal digno de la peor película de ciencia ficción de clase Z. Para mí es la tarea doméstica más odiosa del mundo, con toda mi falta de respeto hacia las demás.

Mi lavadora es sosa, aburrida, no me habla sino a base de pitidos molestos y de rabietas infantiles cuando centrifuga. Es imposible mantener con ella un diálogo medianamente entretenido. Cosa que sin duda no ocurría en los muchos lavaderos que salpican los barrancos de Canarias y en los que, hasta no hace tanto tiempo, las mujeres, y únicamente las mujeres, se reunían no sólo para lavar la ropa, sino para socializar.

Las horas para bajar a lavar la ropa a los lavaderos estaban tácitamente prefijadas para que siempre hubiera mujeres que, por una vez, podían hablar abiertamente entre ellas

Es llamativo saber que las horas para bajar a lavar la ropa a los lavaderos estaban tácitamente prefijadas para que siempre hubiera mujeres que, por una vez, podían hablar abiertamente entre ellas, chistear en todas las gamas del verde y contarse penas y alegrías sin la omnipresencia masculina.

Los lavaderos eran de los pocos cotos femeninos en una sociedad profundamente machista que, por desgracia, aún da serios coletazos. Como urbanita nacido en el último cuarto del siglo XX, recuerdo vagamente la existencia de una pileta en la solana de mi casa que, rápidamente, fue reemplazada por una lavadora. Pero juro que jamás vi a mi padre poner una lavadora. Al igual que jamás vi a mi madre bajar al lavadero del barranco Guiniguada.

Y esto me lleva a una segunda lectura de la imagen. Está tomada en un lavadero en Guía en 1975. Sí, lo escribo en letras para que no quepan dudas: mil novecientos setenta y cinco. Confieso que el dato me sorprendió y me llevó a pensar en que la mujer rural nunca lo ha tenido fácil, y en el enorme esfuerzo de cargar con la ropa y lavarla en posturas físicas nada cómodas, y que no dejaba de ser más que una rutina más en días llenos de esfuerzos incluso mayores.

En todos los cambios culturales hay aspectos que se pierden y otros que se incorporan. Los espacios de socialización femenina se han perdido. Pero la calidad de vida de todos, al menos en lo que al lavado de la ropa se refiere, ha cambiado. Por eso voy a dejar de quejarme de mi lavadora y voy a alimentarla por segunda vez, que ya se ha cogido la primera rabieta y dado el primer pitido

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