El menú del bar Murga, a bordo de un triciclo

En los años 50 y principios de los 60 un pequeño bar de apenas una barra en forma de “L”, en la ciudad de Las Palmas, se convirtió en toda una institución gastronómica. Carmela Castro era la cocinera y había aprendido cocina canaria y cocina árabe de su suegra, pero casi no pisaba el local: ella cocinaba en su casa. [En PELLAGOFIO nº 19 (2ª época, abril 2014).]
Por JUANCAR PÉREZ y YURI MILLARES
Del bar Murga nos indica el lugar donde se encontraba su propio nombre, que es el de una calle del centro de la ciudad. Y que muy cerca se encontrara la antigua redacción y talleres de los periódicos La Provincia y Diario de Las Palmas, nos da otra pista más: junto a la calle León y Castillo. Ernesto Castro Pérez, camarero del bar Rayo en el parque Santa Catalina fue quien lo abrió y para la cocina contó con su hermana María del Carmen, Carmela. Una cocina que no estaba en el bar Murga. Carmela se trasladó a vivir con su marido e hijos a una casa de la calle Suárez Naranjo, unas manzanas más arriba, para estar cerca y desde su propia cocina elaboraba unos platos que “desaparecían” del mostrador del bar, recuerda.

“Mi hermano compraba un saco de pimientos pequeños y se rellenaban todos en el día: de la pasta de las croquetas, de pescado o de carne. Mi padre los freía en el bar y la gente se los comía que daba gusto”, relata. “Yo lo preparaba todo en mi casa. El pescado lo mandaba limpito, con sus ajos, todo preparado para hacerlo rebozado en la mañana”. Y no faltaban exquisitas recetas de cocina árabe: “Hacía arroz con pescado a la moda árabe. Hacía coles rellenas. Hojas de parra llegué a hacer dos o tres veces”. Ella explica que fue su suegra quien le enseñó: la cocina canaria porque era una mujer que procedía de la Montaña de Guía; la cocina árabe porque la aprendió a su vez del marido, Nazario Tabraue, un árabe que llegó a Gran Canaria en 1905 y años después abriría el kiosko de telas que había en el desaparecido puente de Palo, sobre el barranco Guiniguada.
Los médicos de la cercana clínica estaban encantados y pedían que les reservaran este o aquel plato. Y los periodistas también, aunque con estos últimos se enfadó mucho Carmela y a la cara se lo dijo un día. “Con los periodistas, los que escribían en el periódico –describe por si quedara duda–, me enfadé un día: comían allí, no pagaban una perra y por la noche, cuando terminaban, arrastraban por mi hermano que se había comprado un cochito chico, y se iban pallá para el sur a los infiernos y se gastaban las perras. A costa de mi hermano. Y yo se lo dije un día. ‘Están comiendo a costa de mi hermano y a costa de nosotros, porque el dinero se lo gasta con ustedes”.

En su casa, Carmela tenía la ayuda de su hermano Diego, que cada día llevaba la comida en distintos calderos sobre un triciclo hasta el bar. “Mi hermano picaba. Después teníamos una chica que vino para ayudarme a fregar y todas esas cosas. Las antiguas cajas de los plátanos me llegaban llenas de pescado, me la traía Agustinito en unos ganchos, y los longoroncitos y las cosas chicas me las traía una señora que se llamaba Teresita”.
Tocando a la puerta de noche
El bar Murga cerraba en cuanto se le terminaba la comida. Pero había clientes que no se resignaban ¡y se presentaban de noche en casa de Carmela a buscar su comida!
«Yo dejaba el platito que íbamos a comer cada día y ya está. Lo demás se lo llevaban todo para el bar»CARMELA CASTRO
“Estaba el bar cerrado y vinieron a tocarnos. Ricardo –su marido– estaba en la habitación y yo fui a hacerle el biberón a Javier”, recuerda una noche que oyó tocar. Al abrir la puerta le dicen “es que venimos a ver si sobró alguna cosa del bar”. Ricardo dice: “Como no quiera los calderos y los trapos sucios, otra cosa no queda”. Pero el cliente del bar insistía: “¿Pero nada? ¿Y ustedes no tienen nada?”. Nada pudieron ofrecerle porque, explica ella, “de la comida que se hacía para el bar comíamos nosotros. Yo dejaba el platito que íbamos a comer cada día y ya está. Lo demás se lo llevaban todo para el bar”. ¡Y se agotaba antes de acabar el día!
“Teníamos unas bandejas enormes de pescado hecho taquitos. Y albóndigas, croquetas, carne de cabra con mojo que mi padre la freía, calabacinos rellenos, las coles un día a la semana (fíjate si trabajaba, que las tenía que hacer por la noche para después al día siguiente guisarlas), caldos, sopas… ¡La gente pedía la sopa!, Diego se llevaba los calderos enormes con caldo, aquel caldo tan bueno con el saborcito a los garbanzos, al hierbahuerto y al azafrán en rama”.
Quién le iba a decir a Carmela cuando era niña que de mayor iba a estar rodeada de exquisitos platos y con una parroquia de clientes que abarrotaban el bar cada día para probar su comida. Porque tuvo una infancia dura, propia de una niña de familia humilde, en la que la comida escaseaba. Su padre trabajaba de inspector en los piratas que iban al sur hasta Mogán (“tardaba dos días en ir y dos días en volver”, asegura) y su madre planchaba en casa para algunas familias.

Posguerra y tuberculosis
Ella, todavía muy pequeñita, debía ir sola en el tranvía desde el principio de la calle Triana hasta el parque Santa Catalina, “porque en la parte de atrás del parque había un molino y madre le planchaba la ropa a aquella gente y se la tenía que llevar yo. Iba y venía y siempre me sentaba en uno de los primeros asientos para después echar a correr. Y para venir acá lo mismo, aunque a veces volvía caminando porque ya no venía cargada”. Cuando tenía apenas ocho años, sin embargo, su madre falleció.
«En aquellos años había mucha gente padeciendo del pulmón. Tanto es así, que en un año se murieron cuatro de la familia nuestra»CARMELA CASTRO
“Fue una época muy mala, mi madre fue a vivir con mi abuela y allí se murió. En aquellos años había mucha gente padeciendo del pulmón [tuberculosis] y se morían. Tanto es así, que en un año se murieron cuatro de la familia nuestra: mi abuelo fue la primero”. Un abuelo, por cierto, que le pegaba mucho, pues le mandaba a buscar colillas a la calle y si no traía o si encontraba pocas se enfadaba con ella.
Eran años de guerra y posguerra (Carmela nació en 1930) y en el callejón de la Horca, en el barrio de San José donde vivían, “había una finca enorme de grande y cogía todo aquello hasta llegar al cementerio [junto al mar], y había un molino de gofio. Con las cartillas [de racionamiento] íbamos un tío mío que se llamaba Anselmo, mi hermano y yo. Nos poníamos a cualquier hora de la noche en la fila para coger el gofio de todas las cartillas, en verano o invierno, con lluvia o sin lluvia. Había veces que estábamos allí desde las 12 de la noche y cuando llegábamos alante ya no había gofio, teníamos que marcharnos. Entonces salíamos corriendo a la esquina de la plaza del Mercado, en Vegueta, a la panadería alemana de la calle de La Pelota, en la esquina donde ahora hay un bar. Hacían unos panes muy grandes y los marcaban, por ejemplo un kilo: si son tantos en la cartilla, iban partiendo un trozo, un trozo, un trozo… así hasta la cantidad que nos tocaba”.
«Cuando vivía en San Nicolás jugaba en la plaza de Santa Ana y los chiquillos, como sabían que yo pasaba hambre, me llevaban cosas»CARMELA CASTRO
Café con leche y un higo pasado
La escasez de alimentos de primera necesidad duró bastante tiempo. “Tomarme un café con leche amargo con un higo pasado, un montón de veces, porque no había azúcar. O una remolacha, pedir en la tienda ‘deme una perra de remolacha’, que es dulcita, para comerla”. Pero los recuerdos de infancia siempre guardan momentos felices y ella también los tiene: “Nos comprábamos un chicle así de grande y ese chicle era de Popeye. Y tenía mucha amistad con una señora que tenía una tortuga que tenía 300 años, y yo me subía a la tortuga, ponía las patillas encima y la tortuga me llevaba por todo el patio de la casa”.
Y aunque vivía en un barrio de gente humilde, bajaba a jugar delante de la catedral. “Cuando vivía en San Nicolás jugaba en la plaza de Santa Ana con los niños ricos, yo era la más pobre. Y los chiquillos, como sabían que yo pasaba hambre, me llevaban cosas”.
Personajes de la calle
La juventud de Carmela fue la de una ciudad en la que no faltaban los personajes populares que uno se encontraba con frecuencia por las calles: “Josefa La Mayuya*, era una mujer que estaba un poquito trastornada. Vivía en San Nicolás. Todo el mundo la conocía y la gente le decía cosas, palabrotas, y ella se viraba para atrás ‘¡tu madre! ¡tu padre!’. Margarita La Corcovada*, vendía hierbas y por la tarde venía a vender pan fino y lo vendía a 15 céntimos, pero era un pan que daba gloria comérselo. Y pan blanco también vendía”. Por supuesto menciona a Andrés Ratón, que ejercía a veces de “guardián en el kiosko” de su suegro Nazario, en el puente de Palo, “y después lo mandaba a comer al bar Polo, que estaba enfrente”.
Los limones no nacen y la cafetera explota
La casa de Carmela, en la calle Suárez Naranjo, pasó de ser su vivienda en los años 50 y principios de los 60, a tener otros inquilinos una década después: se convirtió en sede del PCE tras la legalización del partido comunista, con su patio y su limonero. Un árbol, por cierto, que tiene su historia y lo plantó Carmela.
“Allí había un árbol que se nos cayó porque los ratones por debajo se lo comieron. Le pusimos piso al patio y nos trajeron el limonero, que empezó a crecer y a crecer pero no daba fruto. Un día llegó un señor y dice “¿que no da fruto?, mira, dale unos machetazos por debajo y verás cómo sale la fruta”, señalando a unos machetes de goma que sus hijos Javier y Octavio tenían para jugar. Ella le dice “no, que me lo rompen”. “No, tú dale machetazos”. Y al poco tiempo se asombró al comprobar que empezó a salirle fruto, “cosa que yo no había visto nunca ni sabía, y efectivamente le salían unos limones riquísimos”.
CARMELA CASTRO:
«Un día haciendo el café, estaba junto a la talla cuando, detrás de mí, explotó la cafetera»
Como explicamos en el reportaje de esta página, en la cocina de su casa cocinaba para el bar Murga. De aquella comida también se alimentaba la familia, naturalmente, y no faltaba la cafetera para echarse el buchito de café de la mañana.
“Un día que da la casualidad de que Ricardo estaba malo y yo estaba haciendo el café para darle un poquito de café con leche, estaba junto a la talla cuando, detrás de mí, explotó la cafetera. En la casa de atrás estaban lo de los fideos y las galletas Tamarán y los trabajadores subieron a la azotea corriendo; el vecino también, que después me decía ‘¡Carmelita, qué le ha pasado!’. Le digo ‘podía haber pasado pero no ha pasado nada, se estalló la cafetera”.
* VOCABULARIO corcovado. Jorobado. Un portuguesismo, según M. Alvar en Atlas Lingüístico y Etnográfico de las Islas Canarias. mayuyo. “Maullido”, cita para Gran Canaria el Tesoro lexicográfico del español de Canarias ● |