Historia Oral

Un Ford con capota para vender telas por los pueblos

Un emigrante palestino de apellido Tabraue llegó a Canarias a principios del siglo XX. Su hijo Ricardo recuerda la infancia en el kiosko del Puente de Palo y las anécdotas del bar Polo, también los viajes al campo para llevar mercancía y los bocadillos de sardinas después de los desfiles, vestido de “flecha”, en los primeros años del Movimiento. [En PELLAGOFIO nº 20 (2ª época, mayo 2014).]

Por JUANCAR PÉREZ y YURI MILLARES

Nazario Tabraue Aburalla, palestino de Nazareth, se estableció en Canarias a principios del siglo XX (En la foto de cabecera, el Puente de Palo y el kiosko donde vendía tejidos en 1927).| FOTOS AFHC-FEDAC
A principios del siglo XX llegó a Canarias en ruta hacia Cuba el emigrante Nazario Tabraue Aburalla, palestino de Nazareth. Viajaba con algunos hermanos, que siguieron viaje a la isla caribeña. Pero Nazario, quizá viendo la posibilidades que había para un comercialnte, decidió establecerse en Las Palmas de Gran Canaria. De estos Tabraue hay hoy, tanto en Cuba como en Canarias, numerosos descendientes.

Así fue como alquiló uno de los kioskos del hoy desaparecido Puente de Palo que cruzaba el barranco Guiniguada. “El kiosko era de un carnicero, me acuerdo que se llamaba Mujica, un hombre grueso, corto, que había sido luchador de lucha canaria y tenía mucha amistad con mi padre. Antes había sido un comercio de otra cosa y mi padre después lo adaptó para tejidos”, relata a Pellagofio su hijo Ricardo Tabraue, que nació en 1928.

Nazario y sus telas se hicieron famosos por toda la isla. “Mi padre se compró un coche con capota de los de aquella época, un Ford matrícula GC-3141, para vender mercancías por los pueblos. Tenía un chófer que se llamaba Santiago y algunas veces íbamos Santiago, mi primo Elías y yo a los campos. Yo disfrutaba muchísimo, sentado en la parte trasera entre piezas de tela y otros artículos. Comíamos en las fondas de los campos, las ventas eran buenas porque se repetían con frecuencia los viajes”, relata Ricardo en unos folios donde escribió su vida cuando contaba 77 “otoños”. En abril de 2014 cuando lo entrevistamos tiene ya 85.

Del kiosko en el Puente de Palo recuerda perfectamente a Andrés Ratón, un personaje de la ciudad que vivía debajo del puente y era reconocido por sus enormes pies siempre descalzos.

«Una vez le quitaron a don Baldomero la funda del violín y le metieron dentro un hueso de jamón»RICARDO TABRAUE

Debajo del Puente de Palo dormía Andrés Ratón.| FOTOS AFHC-FEDAC
“Mi padre era muy compasivo y muy religioso. Tenía una cajita de cartón y las monedillas, cuanto le pagaban alguna cosa, las metía allí. Y el sábado en la mañana –por aquella época, años treinta y cuarenta, día de paga de los trabajadores– venía Andrés Ratón, ‘Buenos días, don Nazario’. ‘Toma’. Y mi padre le daba una perra”. Así cada sábado.

En el bar Polo, “donde se reunían los intelectuales al salir del teatro [Pérez Galdós], recuerdo a don Baldomero, un músico que tocaba en el teatro cuando venían las compañías de zarzuela o de ópera, al que le hacían perrerías. Y le hacían perrerías porque era un hombre muy listo, pero medio despistado. Vivía en la misma casa que Alfredo Kraus, en la calle Colón. Una vez le quitaron la funda del violín y le metieron dentro un hueso de jamón. Y cuando el hombre abre su estuche, dice: ‘¡Qué carajo es esto!”, ríe al recordarlo.

Perdido en la ciudad
Los recuerdos de niño de Ricardo basculan entre los dos extremos de la ciudad de Las Palmas de aquellos años 30: vivían en el barrio portuario de La Isleta y tenían el kiosko al comienzo de la céntrica y comercial calle Triana. Así, uno de esos recuerdos “imborrables” lo tiene con tan sólo cuatro años de edad. Había salido a jugar con su hermano Salvador y su primo Juan y, estando por los alrededores del Mercado del Puerto, “de repente los perdí de vista y no los encontraba”.

Mercado del Puerto y calle Albareda en 1934. | FOTO JUAN GARCÍA (AFHC-FEDAC)
Lo único que se le ocurrió fue caminar siguiendo las vías del tranvía, “pero en dirección hacia Las Palmas que distaba unos cinco kilómetros, cuando lo más fácil hubiese sido tirar hacia La Isleta”, dice. “Recuerdo muchos sitios por los que pasé en mi caminata hacia Las Palmas –toda una aventura para aquel niño–, siempre sin perder de vista las vías del tranvía hasta que llegué a la tienda de mi padre que, por cierto, en ese momento estaba bajando la puerta metálica y se quedó extrañado de verme solo allí”. Entre tanto, su madre, desesperada, lo estaba buscando “por toda La Isleta, preguntándole a todo el que conocía si me había visto”.

«El día que estalló la guerra la gente salía huyendo por todos lados. Mi madre no nos dejaba ni asomarnos al balcón»RICARDO TABRAUE

Y en eso llegó el 18 de julio de 1936. Ricardo tenía ya ocho años. “Me acuerdo del mismo día que estalló la guerra, porque empiezan a pasar por La Isleta unos coches descapotables Ford como el que tenía mi padre, llenos de policías corriendo para acá y para allá y como vieran a dos o tres personas juntas, sacaban la porra y empezaban a dar porrazos. La gente salía huyendo por todos lados. Y mi madre no nos dejaba ni asomarnos al balcón. “¡No se asomen, que se pierde una bala…!”.

Con el paso de los días, la prohibición se extendió a subir a la azotea, pues se escuchaba el tableteo de las armas disparando. “Me acuerdo de cuando mataban a la gente en el campo de tiro de La Isleta. Vivíamos en la calle Marfú, en la punta de arriba”.

Tropelías falangistas
Se cometían “muchas tropelías en aquella época del Movimiento, sobre todo la Falange, más que el Ejército”, dice. Su padre decidió apuntarle a él y a otro hermano en la rama juvenil de la Falange, los Flechas. “La Falange era la que imponía su ley y mis padres nos apuntaron. Teníamos nuestro uniforme, una camisa negra con un pantalón del mismo color, con una gorra de pico de la que colgaba una borla. Hacíamos nuestros desfiles por la calle Albareda, donde estaba el cuartel, que era un edificio antiguo que había sido de una compañía alemana llamada Woermann. Recuerdo que después de los desfiles salíamos corriendo hasta una pequeña tienda de comestibles, donde hacían unos bocadillos de sardinas en aceite que nos sabían a gloria”.

Una noche vio venir un camión y se les para allí, llevaban gente para tirarla por la sima

Años más tarde, ya siendo adulto, conoció algunos detalles de esos primeros y sangrientos años “del Movimiento”, como se le decía. “Los presos estaban en La Isleta, porque había allí cuarteles militares y la cárcel estaba llena. Y había gente que tiraban por la sima…”, dice, recordando un terrible episodio que le contaron.

“Al lado del cine Cuyás había una dulcería que era La Mallorquina, de un mallorquín que se llamaba Bartolomé Juan Sintes; Juan era apellido. El viejillo tenía mucha tecla conmigo y hablábamos y me contaba cosas antiguas. Y me contaba que él era de Acción Ciudadana, que eso era como gente de orden a la que les ponían brazaletes para distinguirlos, y su misión era velar por el orden. Pero me contó que un día lo mandaron de revisor a la carretera que va al Sur, donde estaba el túnel antiguo [de La Laja]. Una noche vio venir un camión y se les para allí, llevaban gente para tirarla por la sima [de Jinámar] y vio a un íntimo amigo suyo. ‘Y yo no podía interceder por nadie –le contó–. Porque en aquel entonces si intercedías por alguien te culpaban a ti por rojo’. Y se volvió de espaldas. ‘Y cuando vi que se marchó el camión me eché a llorar junto al muro, al lado del túnel’. Los compañeros que estaban con él allí no se dieron cuenta, pero él se juró que no volvería a ponerse aquel brazalete. En aquel viaje tiraron a 10 ó 12”.

■ HABLAR CANARIO
Andrés Ratón y sus trucos, abrigos y alhajas

Ricardo Tabraue tiene algunos párrafos en los folios que escribió con sus pequeñas memorias dedicados a Andrés Déniz, el Ratón. Recuerda Ricardo sus desayunos en el bar Polo, “uno de los kioscos situados frente del nuestro, donde me agradaba tanto tomarme un café con leche y un panecillo con mantequilla, al mediodía cuando le traían la comida a mi padre y comíamos los dos”.

“Siempre dejábamos algo para un personaje muy popular que había en aquella época y que se hizo famoso por los alrededores del Mercado de Las Palmas, que se llamaba Andrés el Ratón. Era un personaje muy singular: se dedicaba especialmente a sacarle brillo a cualquier alhaja que cayera en sus manos, las dejaba relucientes y se las vendía sobre todo a los que llamaban maúros*, que eran los campesinos que venían a la capital a vender sus productos, dos o tres veces por semana”.

[quote]»Andrés el Ratón cogía un cigarrillo y cuando ya se había fumado la mitad, se lo pegaba en el labio inferior y se lo metía dentro de la boca, luego abría la boca y lo sacaba encendido»[/quote]“Este personaje era un hombre alto, delgado, sin dientes, siempre iba descalzo. Yo creo que no le cabía ningún zapato. Deambulaba por los alrededores del mercado, dando unas enormes palmetazas en el suelo con sus pies descalzos. Cada día le veías con una chaqueta, chamarra, abrigo o gabardina, que al día siguiente ya no tenía porque la había vendido o se la había regalado a alguien a quien él consideraba más pobre, porque aparte de su pobreza era muy caritativo. Dormía bajo el puente donde teníamos el kiosco y hacía algunos trucos muy simpáticos: cogía un cigarrillo y cuando ya se había fumado la mitad, se lo pegaba en el labio inferior y se lo metía dentro de la boca, luego abría la boca y lo sacaba encendido”.

* VOCABULARIO
maúro. En Gran Canaria, el de la ciudad llama así al hombre del campo, rudo, semianalfabeto. En Tenerife dicen “mago” (varias citas en Tesoro lexicográfico del español de Canarias) ●

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