El libro ‘Ruta de pastores’, un clásico 25 años después
En febrero de 1996 salía de imprenta el volumen, visibilizando una actividad hasta entonces poco reconocida

De norte a sur, de este a oeste, la isla de Gran Canaria es un territorio hollado por ganados y pastores desde hace miles de años y todavía hoy. La serie de reportajes “Ruta de pastores”, publicada en La Provincia el verano de 1994, visibilizó una actividad ancestral que era casi una desconocida y se convirtió en libro en 1996. Un cuarto de siglo después, volvemos a los mismos escenarios. [En PELLAGOFIO nº 94 (2ª época, marzo 2021)].

Por YURI MILLARES
Entre los meses de julio a octubre de 1994, cada sábado veía la luz con La Provincia una doble página dedicada a dar a conocer la actividad pastoril de distintas familias repartidas por toda isla. Eran el resultado de haber acompañado a diversos técnicos –Pepe Corcuera, Isidoro Jiménez, Javier Gil– que empezaban a visitar y asesorar a los ganaderos en el marco del primer programa europeo de desarrollo rural que se aplicaba en Canarias, Leader (siglas en francés de Liaison Entre Actions de Développement de l’Économie Rurale). La publicación de los reportajes como libro, en febrero de 1996, permitió disponer de unos testimonios vivos de la actividad pastoril y quesera en Gran Canaria en un formato más durable.
En Tarajalillo Alto
Con unas 5.000 cabras, el rebaño de Antonio Suárez es el más grande de Gran Canaria, 3.000 de las cuales están en producción y hay que ordeñar cada día a partir de las cuatro de la mañana. La labor se alarga hasta después de las tres de la tarde. Divididas en cinco lotes, a las 8:30 salen del ordeño un millar de ellas a pastar hacia la montaña de las Tabaibas y La Majadilla. Otras 1.600 salen a las 15:30 en dirección a la Hoya de los Machos, subiendo después al Alto del Rayo y más arriba aún. Las demás, por diversas razones, se quedan en los corrales.
“Ahora hay comida en el campo –dice este pastor–. Ellas suben siete y ocho kilómetros buscando la comida: relinchones, jaramagos, mucha variedad de comida”. Las que salieron a pastar en el primer turno las va a buscar su cuñado Sergio subido en una moto de cross para traerlas de regreso a la granja.

A las que salen por la tarde las acompaña el propio Antonio, subido en otra moto durante un tramo del camino, aunque después sigue a pie llevando el zurrón con provisiones en la espalda para él y los perros, Cabrito, Moro, Luna y Ligera, que han salido tras él, le siguen y se le unen unos minutos después. Estas otras cabras se quedan en la montaña, “unas bajan por la tarde; otras hacen noche arriba y bajan por la mañana”, dice. Cuando regresan al corral “tienen agua; comida no, porque hay en el campo”, añade.

Antonio volvió a Tarajalillo Alto hace 13 años “como relevo de mi padre; estaba mi hermano Miguel, pero él ya se retiró”. Se hizo cargo de un rebaño de dos mil cabras y ya va por cinco mil. ¿No es mucha locura? “Ya está uno acostumbrado a coordinarlas y se lleva bien –sonríe–. Y tengo trabajando conmigo una docena personas, que también están al frente de esto”. Su mujer, Verónica Naranjo, y algunos de los hermanos y hermanas de ella, forman parte del equipo en el cuidado del ganado, el ordeño y la elaboración (a mano) más de 400 kilos de queso diarios.
En 1994 era su padre José Suárez (fallecido hace más de dos décadas) quien estaba al frente de la granja. “Éramos cuatro hermanas haciendo queso y otros cuatro hermanos con el ganado, todos con mi padre trabajando”, recuerda Antonio. Entonces también era el ganado más grande de la isla con sólo 1.700 cabras y elaborando 120 quesos diarios. Pepe Suárez contaba 67 años de edad y no había tenido su propio rebaño sino 17 antes, cuando compró 50 cabras. A los tres años ya tenía 230. “Y todavía hay quien me pregunta cómo le saco tanto rendimiento al ganado. ¡Lo sabría si se hubiera juntado con una persona que supiera!”, recoge el libro sus palabras.

Su filosofía era tan sencilla como que “lo que le dan a uno a las cabras, hay que dárselo a ellas, porque es suyo y eso se lo he enseñado a mis hijos”. No le importa el trabajo que den, siempre las lleva a donde más comida haya. “Yo necesito sacar un cacharro de leche más y las llevo donde más pueden comer. ¿Por allá dan dos cacharros más? Por allá sigo”.
Sueltas por la montaña, libres pero controladas, como ahora las tiene también su hijo, “hay que saber manipular con ellas”, advertía. “Hay que saber lo que estás haciendo” y el secreto, decía, está en quererlas, porque “gustarle es una cosa y quererlas es otra”.
En el cortijo de Pavón
Con ocho o nueve años recuerda José Francisco Mendoza, Cisco, hacer su primera trashumancia caminando con su abuelo en dirección a La Aldea, hasta Cueva Nueva. “Ocho horitas –dice–. Llevaban los coches con los atarecos y otros íbamos caminando, como hacemos ahora”. También a esa edad, “desde que tengo uso de razón”, empezó a ordeñar.
“Me ponían a mantener el balde y eso no me gustaba, yo quería hacer lo que ellos hacían. Desde esa edad mi trabajo, antes de ir al colegio, era ayudar a mis padres a mantener el balde, que antes se ordeñaba en el suelo. Yo quería ordeñar y poco a poco lo fui consiguiendo”, relata cuando tiene 38 años y, junto con sus dos hermanas (Yohana de 33 y Belén de 21, ver entrevista), es el relevo generacional y sigue mudándose con sus padres (Pepe Mendoza y Ana María Vega) en busca de pastos y haciendo quesos entre el cortijo de Pavón (Guía), la presa de las Niñas (Tejeda) y la citada Cueva Nueva (La Aldea). En una ocasión “estuve dos años de excedencia –ríe–, trabajando en la construcción con unos amigos. Era uno joven y estaba agobiado trabajando siempre aquí, viendo que tus amigos tienen sus días libres y yo no podía. Tener una tarde era un milagro. Fui a buscarme la vida por fuera, pero la tierra de uno llama: a mí lo que me gusta hacer es esto”, confiesa.

■ Señales arrancadas José Mendoza (Pepe el de Pavón) solicitó y consiguió de la Consejería de Obras Públicas que colocaran varias señales de tráfico, en las cercanías del cortijo de Pavón, como aviso a conductores para evitar que atropellaran a sus ovejas. Las señales apenas duraron una semana en su puesto. El verano de 1994 alguien las arrancó y él se las llevó a su casa para que no se extraviaran y se pudieran colocar de nuevo, como muestra en la foto en la que aparece con su hijo Cisco, aquí con 12 años ● |

■ El ordeño, a mano Las 500 ovejas trashumantes del cortijo de Pavón se siguen ordeñando a mano, ahora de pie gracias a esta plataforma donde suben a las ovejas, en la que se ve a Cisco y a su hermana Yohana en diciembre de 2019. “Somos tres ordeñando y vamos más rápido que la ordeñadora. Vamos embalados y cada diez minutos ordeñamos 23-24 animales. Estando bien, somos más efectivos, aunque el esfuerzo a veces hace que te duelan las manos por la noche”, dice él en 2021 ● |
En El Roque de Tejeda
En 1996 todavía quedaban tres familias en el pequeño pago de El Roque, muy próximo al roque Bentayga, cuyas mujeres pastoreaban pequeñas manadas de cabras y hacían queso. Así aparecen en las páginas de Ruta de pastores.
En 2021 dos de esas familias siguen en la labor y siguen siendo mujeres las que cada mañana se echan a andar con las cabras. En casa de la familia González Quintana, Olga y Benedicta ordeñan al amanecer el rebaño que todavía está a nombre de su padre Juan, ya retirado a sus 83 años; la primera sale después a pastorear y la segunda se queda haciendo los quesos. A pocos metros, está la casa de la familia Quintana Bolaños. De todas las hijas de Juana Bolaños una es ahora la titular del ganado, Begoña, la única que ha querido continuar. Ni Olga ni Begoña regresan a casa hasta la tarde

■ Labranza, carbón y cabras En El Roque, Olga ya salía a pastorear con las cabras en 1994, mientras su madre se quedaba haciendo el queso. Sus hermanas Bene y Pili ayudaban al padre a hacer carbón, llevando la leña a las hoyas carboneras y colaboraban en las tareas de la labranza. La mula, que en la foto lleva Olga y tenía varios nombres según quién la llamara, era el medio de transporte que utilizaban para llevar las cosas de las tierras, “que están lejos”, a la carretera y viceversa, ya fuera estiércol o papas ● |

■ Frenillo para las baifas Para no perder la leche que necesita para el queso, el pastor desteta a las baifas ya crecidas de las madres con un sencillo sistema: el frenillo. Una cuerda, unida a un trozo de cuero o piel sobre el hocico de los animales para no hacerles daño, sujeta un palito dentro de la boca que les impide succionar de las ubres, pero les permite comer y masticar otras cosas. Así lo sigue haciendo Olga en 2021, como antes lo hacía su padre, quien se sigue encargando de fabricarlos ● |

■ A pastorear por turnos En 1994 Carmen Bolaños distribuía las tareas diarias entre sus hijas mientras el padre salía por la mañana a la labranza. El día del mes de julio que ilustra la fotografía, mientras sus hermanas Alicia y Begoña tenían tarea en la cueva del queso e incluso, aquel verano, pintando las paredes de la casa, a Julia le tocaba sacar a pastorear las cabras y reunirse con su padre en las tierras en el fondo del barranco. “Abajo tiene su caldero, su sartén, sus papas”, explicaba la madre ● |

■ Bocadillo, agüita y la radio En 2021, Begoña se levanta a las tres de la madrugada a ordeñar y hacer el queso. Sus dos hijos son ahora los únicos niños que viven en la zona y van al colegio de Tejeda. A las nueve, el día de febrero de 2021 de esta fotografía, ya está de camino con sus cabras llevando “mi bocadillo, agüita, zumo ¡y la radio que no me falte!”, bajando el barranco en dirección al Gamonal hasta el mediodía. Por la tarde regresan solas, salvo algunas “machorras primerizas” que al parir se quedan abajo ● |