Oficios del mundo rural

“Viejas y salemas se jarean abriéndolas por la barriga”

Tomás Hernández ha sido un pescador graciosero con muchos años en la mar en su haber. Su hermano Antonio marchó muy joven a otra isla aún menor, Lobos, para trabajar en un faro. Tomás no, él siempre se dedicó a lo mismo que sus antepasados en La Graciosa. [En PELLAGOFIO nº 14 (2ª época, noviembre 2013)].

Por YURI MILLARES

Tomás Hernández Páez todavía salía a pescar algo en su pequeño barco el año que fui a entrevistarlo y grabarlo para un documental de televisión. Fondeaba en la bahía protegida del muelle de Caleta del Sebo (isla de La Graciosa) y jareaba bocinegros o viejas, aunque ya hace tiempo que se comen frescos. En otra época que él conoció muy bien la única forma de conservar el pescado era jareándolo, esto es, abriéndolo, lavándolo bien y secándolo al sol unos días. El relato de este encuentro figura en el libro Canarias rural. Guía visual de oficios artesanos (Pellagofio Ediciones, 2008).

La tarde está avanzada cuando algunos barcos entran en la bahía del puerto de Caleta del Sebo. A su abrigo fondean numerosas embarcaciones y entre ellas se mueven los que ahora llegan, buscando su propio lugar de fondeo. Tomás Hernández es uno de los que ha entrado, solitario al timón de su propio barco de nombre también Tomás. Abarloado junto a una pequeña chalana, se traslada a ésta con las capturas de la jornada y rema hasta las escaleras del antiguo muelle. Allí descarga bocinegros y cabrillas que su mujer, atenta a la llegada del Tomás, pone en una carrucha antes de alejarse empujando hasta el camión frigorífico donde se guardan los pescados que irán a Lanzarote para su posterior venta.

El pescado se come ahora en La Graciosa muy fresco y fresco se vende en la vecina isla. Para los pescadores más viejos eso no era posible décadas atrás, debían jarearlo, secarlo al sol

El pescado se come ahora en La Graciosa muy fresco y fresco se vende en la vecina isla. Para los pescadores más viejos eso no era posible décadas atrás, cuando no disponían de medios para conservarlo. Si querían tener en casa provisión de alimentos, o si debían trasladarse a los pueblos del norte de Lanzarote a vender pescado, debían jarearlo, secarlo al sol. De esa costumbre queda el aprecio del canario por el consumo de este tipo de pescado, hoy más raro y más caro. Tomás Hernández es uno de esos pescadores gracioseros que sabe jarear muy bien y esa tarde va a demostrarlo con tres bocinegros.

Red contra gaviotas
Primero regresa a su barco. Después de un día de pesca y antes de quedarse en tierra hasta la mañana siguiente, debe limpiar la cubierta y poner a punto los aparejos. Se toma su tiempo, ordenando con minuciosidad lo que lleva a bordo. Por último, coloca una red sobre el barco y se marcha a tierra con la chalana. Esa red es para que las gaviotas no se posen sobre el Tomás y dejen como recuerdo sus excrementos. “Encima que les da uno comida lo agradecen así”, musita este pescador.

Lo primero que hace es abrir los bocinegros por la mitad con la ayuda de un afilado cuchillo. El corte lo hace “por la parte del cerro, donde lleva la espina, arriba”

El viejo muelle, a partir del cual ha crecido el actual puerto que protege un dique, se adentra en el agua junto a unas rocas que la marea deja al descubierto durante la bajamar. Allí se pone Tomás Hernández a jarear, sentado. Lo primero que hace es abrir los bocinegros por la mitad con la ayuda de un afilado cuchillo. El corte lo hace “por la parte del cerro, donde lleva la espina, arriba”, explica. “Se pega por la cola y lo último que se jarea es la cabeza”, añade. Así lo va haciendo con precisión hasta tener los tres pescados abiertos en dos mitades que no separa.

A la vista han quedado las tripas que quita con las manos y tira a un par de metros. Es lo que estaban esperando unas gaviotas que aguardaban pacientes y se lanzan a coger con sus picos. Dos de ellas incluso forcejean, disputándose la misma pieza que se reparte entre el pico de una y de otra. Ajeno a ello, Tomás sigue con lo suyo. Lo siguiente que hace es realizar una serie de cortes en la carne de los bocinegros, son los laños, que a continuación unta bien de sal gorda que ha llevado en un pequeño balde. Es sal marina, obtenida de la cercana salina del Río, en la cercana costa de Lanzarote: “Para salar, la mejor sal es la de Bajo el Risco, tiene más fuerza”, comenta.

En cada laño coloca uno o dos de estos caracoles de modo que el corte quede abierto y expuesto al aire. “Es para que se le meta el sol”

Mirando el reloj
Al terminar de poner la sal al último de los bocinegros, mira el reloj y se queda mirando al horizonte. Inmóvil espera a que transcurran veinte minutos. Vuelve a consultar el reloj transcurrido ese tiempo y se levanta llevando consigo los tres bocinegros abiertos y con la sal en los laños. En la orilla procede a lavarlos uno a uno con mucho cuidado, encaminando sus pasos después hacia su casa. Allí deja escurrir los pescados hasta el día siguiente. “Si lo dejo por la noche fuera vienen los perros y los gatos y se lo comen todo”.

Por la mañana los bocinegros ya escurridos y secos son colocados fuera de la casa sobre unas cajas de fruta vacías. A sus pies hay un conchero y Tomás va cogiendo las conchas de unos burgados mientras abre los laños. En cada laño coloca uno o dos de estos caracoles de modo que el corte quede abierto y expuesto al aire. “Es para que se le meta el sol”, se expresa con precisión este veterano pescador que con nueve años empezó a ir a la mar con su padre. Iban a la isla de Alegranza a coger carnada mansa (“Como un cangrejito, pero más manso”, lo describe él) para pescar viejas. “La vieja en el invierno se coge muy poca, porque siempre hay reboso, hay mucha mar de leva”, dice, y como con otros pescados (pejeperro, roquera, bocinegro), las jareaban: “Las jareas se pueden comer asadas, sancochadas; si usted la escama bien: en un caldo, escaldado con gofio canario, con papas secas, con arroz, con lo que sea”. Cada pescado se jarea de una forma. “A la sardina grande se le sacaba el buche, se le ponía sal y se tendía al sol tres o cuatro días. A la sardina pequeña se le echa sal, se lava y se tiende un día o dos. La viejas y las salemas se jareaban abriéndolas por la barriga, se hacen laños y se pone sal, se lava y se tiende al sol tres días, cuatro, según el tamaño”.

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba