Sociedad rural

Gran Tarajal y la calle de Matías López

A partir de una vieja fotografía de Enrique Nácher, realizada en los años 50 en la calle de Gran Tarajal (Fuerteventura) que da título al artículo, el director de Mestisay escribe otra entrega de la serie “Escrito en piedra”, especial para nuestra edición impresa. [En PELLAGOFIO nº 32 (1ª época, mayo 2007)]

Por MANUEL GONZÁLEZ ORTEGA

Las pequeñas cuencas, por donde en época de precipitaciones se arrastran piedras, llegan hasta Gran Tarajal para morir en su playa de arenas negras. Los barrancos de los Arrabales, de Teguital y de los Nateros caminan en dirección a la costa para unirse, antes de llegar al Charco, en una desembocadura llena de tierra de aluvión, palmeras y frondosos tarajales que cubren la entrada del pueblo, hoy un emporio comercial del sur majorero. El Charco acogió en el pasado una feraz finca de la que hoy sólo quedan algunas estancias. Perteneció a un emigrante retornado de Cubita la Bella, natural de Tuineje, adelantado de su tiempo. Matías López, de amplia descendencia, fue el motor del despegue de Gran Tarajal a principios del siglo pasado introduciendo el cultivo del tomate. La calle que retrata esta foto, la principal del pueblo en los años 50, lleva con justicia su nombre.

Es verdad que el pueblo es arisco a primera vista, con su arquitectura de autoconstrucción. Pero el espíritu de esta vieja foto se traslada hasta nuestros días con los paisanos sentados bajo los laureles de indias

Gran Tarajal es un pueblo vivo, lleno de inquietudes culturales forjadas a la sombra de grupos de teatro, colectivos musicales o deportivos. Es extraño encontrar un núcleo de aluvión como éste que, desde su joven formación urbanística, tenga tanta atracción para aquellos que poseen la paciencia del viajero de antaño. Es verdad que el pueblo es arisco a primera vista, con su arquitectura de autoconstrucción; y que ha sido seducido por otros acentos, venidos de otros continentes, sin más tiempo que el de la necesidad para ajustar cambios de vida entre propios y extraños. Pero el espíritu de esta vieja foto se traslada hasta nuestros días con los paisanos sentados bajo los laureles de indias de la plaza o en los muros de la avenida, junto al desnudo solar que antes ocupara el bar Playa. Allí se observan aún las idas y venidas de las fuerzas vivas del lugar que, en este caso, no son ni el alcalde, ni el cura, ni el maestro.

En verano chancletean por la acera –cerveza de botellín en mano, pantalón corto y camisa abierta– los hijos del pueblo; un retrato barroco, pintoresco y más cercano al realismo mágico caribeño que a las tonalidades lánguidas y al reposo poético de las costas mediterráneas. El mar, que se divisa cómodamente desde la ensenada, es un monstruo dormido, domesticado por el brazo del viejo muelle –esperanza de Félix Fumero y otros patricios del pueblo en los años de esta instantánea– desde donde aún se embarca el tomate para los puertos de Europa. La avenida y la playa, el patio donde aprenden a convivir chicos y grandes, es la trastienda de esta calle y su sombra.

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