Sociedad rural

Las heroínas del tomate, en el empaquetado

Escucharlas estremece. Sus jornadas de trabajo de hasta 20 horas las extenuaba, así que cantaban para no dormirse. Enderezaban las tachas dobladas para poder aprovecharlas. Acostaban a sus hijos debajo de la mesa sobre el serrín. Y algunas, embarazadas, rompían aguas allí mismo. Se empaquetaba a mano y el barco esperaba en el muelle. [En PELLAGOFIO nº 7 (2ª época, enero-febrero 2013)].


Vídeo que recrea el trabajo en el empaquetado de tomates de mediados del siglo XX en La Aldea de San Nicolás.

Por YURI MILLARES
Fotografías de TATO GONÇALVES

La Aldea de San Nicolás es uno de los pueblos donde primero se inició el cultivo del tomate en Canarias, a finales del siglo XIX. Hombres y mujeres trabajaron muy duro en otros tiempos más difíciles que los de hoy. Ya no quedan testigos con tanta edad como para relatarnos cómo se empaquetaban los tomates en los llamados “atados”, cómo eran acarreados por bestias desde los almacenes en el pueblo de La Aldea de San Nicolás hasta la playa, y cómo eran cargados en el pequeño muelle sobre unas gabarras que se acercaban a los barcos, fondeados a muy poca distancia de la orilla.

Trabajaban lo mismo hombres y mujeres, ellos también empaquetaban y ellas también cargaban camiones…

Una de las imágenes más antiguas del empaquetado en La Aldea: se puede ver a las mujeres con los “atados” que precedieron a los seretos y los cestos para los burros.

Lo que quedan son vecinos que han escuchado los cuentos de sus mayores y saben que camellos y mulas cargaban los atados, que para ello venían arrieros de Fuerteventura, Lanzarote y hasta La Palma con sus animales, como refuerzo durante la zafra. Que si corría el barranco no se podía cruzar hacia el lado norte, donde estaba el muelle, pero el tomate llegaba igualmente hasta el pescante, porque un cable con un cajón, a modo de pequeño teleférico, cruzaba el barranco con los atados.

“Eran cuatro cajitas que se ataban y por eso le llaman los atados, y fue el primer sistema del empaquetado antes del sereto. Y en vez de serrín, se le ponía turba”, explica José Pedro Suárez, fundador del Proyecto Comunitario de La Aldea, que ha investigado y, con la ayuda de sus paisanos y vecinos, recreado la vida del pasado en el más aislado de los pueblos de la isla.

«Deseábamos que el encargado nos mandara a cargar camiones, para salir del almacén, porque era en la calle»

Almacén de empaquetado de tomates a mediados del siglo XX, con las mujeres posando junto a los seretos y el serrín.
Pedro Suárez Rodríguez con su camión para el transporte de tomate en los años 40./ FOTOGRAFÍAS DEL ARCHIVO PROYECTO COMUNITARIO DE LA ALDEA

Y contamos con el testimonio de mujeres y de hombres que hoy son abuelas y abuelos y que en los años 40, todavía siendo niñas y niños, salían de la escuela para no volver: les esperaba la vida de los adultos, trabajando de día y de noche durante los meses de la zafra. Y trabajaban lo mismo hombres y mujeres, ellos también empaquetaban y ellas también cargaban camiones. “Y deseábamos que el encargado nos mandara a cargar camiones, para salir del almacén, porque era en la calle. Eso para nosotras era una felicidad”, asegura Dominga Suárez Espino.

El maestro lo puso a trabajar
Con apenas seis años y medio, a Juan Hernández Armas lo sacó de la escuela y lo puso a trabajar… ¡su propio maestro! “El maestro nuestro y sus hermanos eran precisamente empresarios y cuando llegamos a la escuela un lunes me dice: ‘No, usted va a mi casa a hacerle los mandados a mi madre. Yo no sabía ni sumar, ni multiplicar, ni nada”. Así que de día les llevaba los almuerzos a ellos, o el desayuno, o iba a la tienda a comprar cualquier cosita. Ahí empezó mi vida”. Y de noche lo pasaba en el almacén “acarreando virutas para las mesas”. Después le fueron enseñando “cómo se hacían las cosas: apartar tomates, clasificar tomates, empaquetar” y con 15 años ya lo hicieron encargado: “El empresario me apartó a un lado y me dijo: ‘Tú te vas a hacer cargo del personal’. Me estaban enseñando”.

Dominga muestra cómo se usaban las vitolas para seleccionar los tomates por tamaños.

La zafra anual del tomate iba de octubre a mayo, dedicando el verano a fabricar seretos. “Al personal lo recogíamos en el mes de octubre. Si no teníamos seretos que hacer, los teníamos mondando tachas: la tacha que se caía al suelo cambada, la apañábamos y volvíamos a ponerla derecha para empaquetar”. Y para la fabricación de los seretos se traían las tirillas de madera primero de Alicante, después de Holanda, “hasta que se abrió una fábrica en Las Palmas, por debajo de Correos de la calle Primero de Mayo”.

El sereto se compone de once piezas y venían los camiones cargados desde Las Palmas con las piezas el nº1 al nº 11. Y en los veranos las íbamos haciendo en los moldes. Y cuando no teníamos seretos que hacer, porque ya estaban hechos, el personal era echado aquí hasta que vinieran tomates. No podíamos dejar a las mujeres en las casas, porque se iban con otra empresa. Las forasteras las teníamos casi seguras, pero las de La Aldea se nos iban todas. Y si teníamos personal de La Aldea no cogíamos de fuera”.

Los piques entre aldeanas y majoreras
En los años 50, recuerda Juan (toda su vida encargado en los almacenes) que venían a La Aldea, entre los cultivos y todos los almacenes, de 14 a 15 mil personas.

“Venían de todas las islas, la mayoría de Fuerteventura, también de Lanzarote, algo de Tenerife. Solamente los tres últimos meses de zafra”. Se alojaban en cuarterías y en casas viejas. Dormían en camas en el suelo hechas con virutas, sobre las que se colocaba una colchoneta.

“La fuerza de la zafra venía para Semana Santa hasta mayo. Por eso hay un cantar que dice El mes de mayo te lo diré, que lo cantaban las mujeres durante el empaquetado”. La aldeana cantaba: “Ya viene el mes de mayo, / se marchan las forasteras, / se quedan los aldeanos / con sus novias verdaderas”. Le contestaba la forastera: “Las forasteras se marchan, / pero vuelven para el año, / se quedan las aldeanas / con el mismo desengaño”. Eso era “una cosa que existía siempre en los empaquetados, cantaban mucho en el trabajo” dice Juan y Dominga recuerda aún que, en efecto, una majorera le robó el novio que tenía.

■ DOMINGA SUÁREZ
Chiquitita, a raspar cajas

“Empecé con 10 años, me faltaba un mes. Estaba yendo a la escuela, pero me quité porque no quería ir. La verdad es esa. Mi madre me obligaba, pero a mí me gustaba trabajar y me gusta”. Su padre estaba de encargado en Furel y se fue con él: “Me pusieron a raspar tapas, de las que sobraban de un año para otro, para aprovecharlas”. No importaba que la mesa fuera demasiado alta para una niña tan pequeña, “me ponían [debajo] tongas de madera de barrotes de largueros. Es que si no, no llegaba, porque era chiquitita. Que chiquitita soy”, ríe.

Poco a poco fue aprendiendo a hacer otras cosas, apartar, clasificar, empaquetar. Todavía recuerda las categorías según el tamaño (la “P”, la “3M”, la “2M”, la “M”, la “MG”, la “G”) y cómo había un tomate que le decían “la tomata”, que era un “tomate dobladito y grande-grande, que se empaquetaba aparte porque era para España, más barato”. A ese le llamaban “la tercera”, porque había primera, segunda y tercera.

En la época de la zafra «salíamos del almacén a las cinco de la mañana y volvíamos a trabajar otra vez a las siete»

Y los colores eran tres: pintón, maduro y verde. “Y había pintón claro y pintón oscuro. Y el verde era porque hacían pedidos así”, para “los americanos”, que exigían que fueran limpios incluso de polvo y había que cepillarlos uno a uno antes de envolverlos individualmente con un papelito.

En la época de la zafra “salíamos del almacén a las cinco de la mañana y volvíamos a trabajar otra vez a las siete”. Sólo tenían dos horas para dormir, desayunar y volverse a vestir. “Se dormía poco. Yo tuve una compañera que estaba empaquetando y hablando con ella, ‘¡Juana!’, y miro para ella y estaba con la cabeza enterrada en el sereto. Dormida. Los trabajos antes eran pesados. Empezábamos a fines de septiembre a separar las tachas cambadas de las derechas, para después enderezarlas; hacer las cajas para recoger el tomate, los tableros [para clasificar] y los seretos [donde se exportaban]. Y cuando empezábamos a empaquetar, ya no se hacían seretos, estaban todos hechos”.

Tenían dos horas para ir a comer a sus casas, de doce del mediodía a dos de la tarde. “Pero cuando teníamos por la noche mucho trabajo, que había que sacar el tomate porque el barco salía temprano y había mucho tomate, mandábamos a pedir bocadillos a la casa”. Recuerda que “los domingos trabajábamos, y teníamos un encargado, Paco el de Broto, que para que no nos diera pena de ver pasar a las jóvenes como nosotras ir al baile, nos cerraba la puerta y nos decía: ‘¡A ver quién empaquetaba más ligero’. Y cantando todas empaquetaba él con nosotras”.

Dominga siguió en el empaquetado después de casarse. Tuvo tres niñas que cuidaba a la vez que trabajaba. “Cuando estaba en los tomateros, las niñas estaban en cajas y cuando iba a trabajar al almacén, a la chica la ponía en un cajón grande (la otra estaba yendo a la escuela), que cuando llovía porque estaba fuera del almacén, la mujer de Nazario Segura iba a buscármela para llevarla para la casa. Y cuando estaba trabajando dentro, le hacía la cama debajo de la mesa del empaquetado sobre virutas. Ponía una manta encima, la acostaba a ella y con otra manta la tapaba”.En las fincas iba a “hacer los surcos, cavar tomateros, clavar horcones, amarrar cañas, amarrar tomateros, coger tomates, regar con un sacho y cuando ya se quitó el sacho (que era por tajeas), con un saco, bajando de surco en surco. No siendo querer hombres ajenos, he hecho de todo…”, ríe de nuevo ●

■ GORGONIA VEGA
Despedida por comer un plátano

Ha realizado incluso trabajos “más malos y más fuertes que éste” del empaquetado, asegura. Y asombra con su relato, porque realmente fue así: “Yo vivía en Agaete y con ocho años cogía un carro con mi familia y a las cinco de la mañana nos dejaban en El Risco, íbamos al pinar a por leña para irla a vender a Gáldar a tres perras el kilo”.

«Con ocho años iba a las cinco de la mañana al pinar a coger leña»

¿Les parece poco? Hay más: “En [el Puerto de] Las Nieves, con dos pesetas compraba 30 kilos de sardinas, la madre tostarlas con gofio de cebada que era lo que había, y a la una de la madrugada, con un mechón de tea, iba a cambiarlas por papas al campo. Después veníamos con el saco de papas en la cabeza y la cesta [de las sardinas, vacía,] trabucada arriba”. Que vive para contarlo de milagro, pues en una ocasión el barranco se llevó “la casa de Mariquita en paz descanse, cuando no hacía diez minutos que nos hubiéramos ido nosotros de allí. Porque la suegra de ella y otra prima hermana de mi madre nos echó para que saliéramos de ahí”.

Más aún: “Donde están los pisos, a la entrada de Agaete, descalcita, con ocho años”, se dedicaba a limpiar plataneras “y porque me comí un plátano me echaron a la calle. Dice una compañera [susurrando]: ‘Gorgonia, allí hay dos plátanos maduros. Juan García fue a desayunar. Vamos a comernos los plátanos’. Y Juan García detrás de nosotras, en paz descanse el pobre, nos agarró por un brazo y dice: ‘No, ustedes van para la carretera”.

«Mi madre tenía panadería y los hijos no comíamos ni la teta del pan»

Y sigue: “Mi madre tenía una panadería de pan requisado y nosotros, los hijos, no comíamos (y perdone la palabra) ni la teta del pan, porque era para llevarlo al Ayuntamiento. Mire si fueron penas las que yo pasé. ¡Nos hacía tortas de afrecho para nosotros! Y para Reyes nos hacía a las tres hembras una muñeca de pan y a los varones, un lagarto. Ese era el pan que nos comíamos nosotros”.

Hasta que llegó, con 17 años, a trabajar en los empaquetados de La Aldea. Lo primero que la pusieron a hacer fue rellenar almohadillas con virutas, para mejor transporte de los tomates dentro de los seretos. Se casó y volvió a trabajar, para poder comprarse una casa y no tener que vivir en una cuartería. “Estaba yo embarazada del cuarto y veníamos cuatro o cinco muchachas desde Lomo del Pino a trabajar”. Aquel día trabajó hasta las 11 de la noche, que, al verla con la barriga tan prominente, le decía el encargado: “No vengas a trabajar, que me da hasta miedo”. Pero ella necesitaba cobrar ese dinero. A las 11 de la noche se fue al baño “y me vacié toda”. Había roto aguas. “Me asomé a la puerta, llamé a una cuñada mía que estaba por allí y a las cuatro de la madrugada tuve un hijo” ●

■ MARÍA ARAUJO
“Canta mi niña”

Aldeana, también empezó en los empaquetados con apenas 11 años. “Llenando almohadillas y a razón de las almohadillas que llenaba me pagaban. Si hacía 100, pues 100 pesetas me daban a la semana. Y después ya me pasé a otro almacén, porque estaban mis hermanas, y ahí empecé haciendo los moldes de los seretos, armando los seretos y a empaquetar. “Como no quería estudiar, la que no estudia a trabajar. En la calle no me querían mis padres”.

«Hacía de todo, sulfatar, regar y lo que hiciera falta»

Cuando se casó, a los 24 años, “no trabajé más en los almacenes, y cuando los niños empezaron en el colegio volví, pero a cultivar el tomate en una finca mía. Trabajaba yo sola, mi marido era carpintero y trabajaba en la carpintería. Hacía de todo, sulfatar, regar y lo que hiciera falta”.

«El encargado me decía: ‘Canta mi niña, a ver si se despierta la gente»

En los últimos almacenes donde empaquetó recuerda que eran “trescientas y pico mujeres, en el almacén de los Rodríguez, y venía gente de Tejeda y de otros sitios”. Y si las agotadoras jornadas de trabajo se dejaban notar en estas valientes mujeres, “el encargado llegaba al lado mío y me decía: ‘Canta mi niña, a ver si se despierta la gente”. Ella no llegó a dormirse nunca, dice, “porque estaba fija cantando –ríe–, pero hubo quien sí. La gente daba cabezazos empaquetando” ●

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba