Yo fui en el correíllo

La boca del infierno y sus ‘diablos’ tiznados

En esta primera entrega de la serie “Yo fui en el correíllo”, el escritor majorero Andrés Rodríguez Berriel habla de su infancia y de los diferentes oficios marineros a bordo de motoveleros y vapores en los que viajó: motoristas y carpinteros en unos, maquinistas y fogoneros en los otros. [En PELLAGOFIO nº 27 (1ª época, diciembre 2006)].

La diferencia de clases entre primera, segunda, tercera y cubierta la asimilabas a la limpieza o, más exactamente, a los olores

Por ANDRÉS RODRÍGUEZ BERRIEL

En mi infancia y niñez fui viajero en motoveleros, el Guanchinerfe y la Herbania, que eran de mi familia; pero los correíllos (Gomera, La Palma, Fuerteventura, León y Castillo…) los conocía al coincidir, en los muelles de Puerto Cabras, de Santa Catalina en Las Palmas y Sur en Santa Cruz de Tenerife, con mi padre que era amigo y compañero de sus capitanes, que siempre me daban golosinas y me enseñaban los barcos. Me impresionaban las calderas y la máquina de vapor, tan diferente al motor diesel del Guanchinerfe. Veía la diferencia entre un maquinista y un motorista y me arrimaba al motorista (siempre más limpio y más espercudío que el maquinista, que parecía un trabajador de la carga negra), aún cuando conocía a maquinistas como Jaime Martínez (conocido como Napoleón) que me enseñaba la caldera con su boca junto a los fogoneros en camisilla, tiznados y paleando carbón: parecía la boca del infierno con sus diablos.

Me preguntaba por qué iban en camisilla y cómo se quitarían aquel color negro, o si eran felices porque no se bañaban

Tengo recuerdos de salones, escaleras y pasillos interminables, los camarotes y, sobre todo, la diferencia de clases entre primera, segunda, tercera y cubierta, que asimilabas a la limpieza o, más exactamente, a los olores: de más limpios a más rancios, mezcla de sudor, de comidas, de vómitos, de orines. Y por todo el barco aquel olor a zotal o desinfectante, que las mujeres clasificaban como “olor a mareo” nada más poner los pies en el barco, con su efecto psicológico.

Olor a correíllo
En las olimpiadas de Munich, visitando el Museo de la Ciencia y la Tecnología, ví un barco similar a los correíllos que se podía visitar y, al entrar en los pasillos que daban a los camarotes, ocupados por maniquíes representando una familia cuya madre vomitaba en una bacinilla, mientras daba el pecho a una criatura y por el ojo de buey se veía el mar bajar y subir e incluso salpicar, era tal el realismo que, inconscientemente, me venía a la memoria el olor a correíllo.

Haciendo las Milicias Universitarias en idas y venidas a Tenerife con permisos, el correíllo se llenaba y muchos no pagábamos

El correíllo ‘La Palma’ luce su color habitual (negro), atracado en Las Palmas tras el fin de su periplo como vapor-correo por las islas. | FOTO YURI MILLARES
Recuerdo verlos en el varadero de la Bazán de la calle Rosarito (puerto de La Luz) sobre las cunas y las anguilas, en su verdadera dimensión con las enormes hélices de cuatro aspas. Los avituallamientos de carbón en el muelle Santa Catalina, con las gabarras de la Cory abarloadas al costado y los carboneros, o trabajadores de la carga negra, paleando carbón y transportando barquetas por los portalones, hacía que me preguntara por qué iban en camisilla y cómo se quitarían aquel color negro, o si eran felices porque no se bañaban.

Ya adolescente hice mi primer viaje en el correíllo La Palma, con salida desde Puerto Cabras a las cinco de la tarde, llegada a Gran Tarajal a las ocho de la noche y fondeo frente a la punta del muelle para recoger pasajeros (mucha gente venía incluso desde Puerto Cabras en coche y embarcaban aquí). Tras la carga en varias lanchadas salía a las diez de la noche, todo ello en un viaje tranquilo que se volvía más movidito de la punta de Jandía a La Isleta, a las siete de la mañana, entrando por el Desanche (muelle del Generalísimo, que nadie llamaba así porque los trabajadores portuarios nunca perdonaron la voladura de la Casa del Pueblo tras el golpe militar contra la República en julio de 1936, donde murieron compañeros de la UGT y la CNT-FAI).

Pero cuando más viajes realicé fue haciendo las Milicias Universitarias en idas y venidas a Tenerife con permisos. El correíllo se llenaba y muchos no pagábamos: llegando con tiempo al barco, había quien tiraba a tierra el resguardo de su pasaje dentro de una caja de cigarrillos, lo cogíamos y subíamos a bordo, hasta que la marinería se daba cuenta y vigilaba para que no se colara nadie más. Mi sitio favorito en esos viajes era una mesa esquinero que estaba en la escalera de primera, allí me enroscaba envuelto en el tabardo y a dormir hasta desembarcar.

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