Yo fui en el correíllo

Polizón a bordo, rumbo a Tenerife

Corre el año 1947 y, con 12 años, Totoyo Millares se escapa de casa y salta a bordo del correíllo en el muelle de Santa Catalina del puerto de La Luz, rumbo a Tenerife. Entregas nº 5 y nº 6 de la serie “Yo fui en el correíllo”. En la imagen de cabecera, el ‘León y Castillo’ sale del puerto de La Luz y Las Palmas en aquellos años, fotografiado por Manuel Martín. [En PELLAGOFIO nº 29 y nº 30 (1ª época, febrero y marzo 2007)].

Por LUIS MILLARES SALL (TOTOYO)
Timplista, fundador de la primera Academia de Timple del archipiélago

1Polizón a bordo
Uno de los correíllos –buque de pasajeros y carga– de los servicios entre islas de la compañía naviera Aucona, llamado León y Castillo (hablamos del año 1947), compañía donde por cierto trabajaron como funcionarios mis hermanos Agustín, Juan Luis y José María, me trae recuerdos nostálgicos de mis tiempos de niñez y, sobre todo, de la gran pasión de mi vida por la aventura que supone el navegar. Hasta tal punto que logré uno de mis sueños con tan solo 12 años. Mis lecturas en esa época, con la salvedad de los deberes que traía de mi recordado colegio Viera y Clavijo, eran siempre y hasta la saciedad las obras de Daniel Defoe, Julio Verne, Alejandro Dumas, Mark Twain y otros que pasaron por mis manos. Casi siempre me llegaban por mi querido primo Chipi (Carlos Hernández de Resko), muerto en plena juventud al igual que su padre Carlos Hernández Millares, que también murió joven.

La aventura que supone el navegar fue un sueño que logré con tan solo 12 años

La lectura de estas obras la prolongaba hasta las tantas, habida cuenta de que la persona que compartía conmigo habitación en casa no era otro que mi hermano Agustín, y con su tabaquismo y la escucha de Radio Pirenaica durante la madrugada “no había ni modo” (como dirían mis primos mexicanos). Todas estas lecturas y el deseo de vivirlas me llevó un día a la conclusión de que tenía que hacer algo y así lo hice.

Complicidad de Chipi
En las vacaciones de Semana Santa me ingenié la manera con la complicidad de Chipi. Ya me había quedado en su casa en otras ocasiones, así que estuvo presente ante mis padres cuando les pedí una vez más si me podía quedar con él, pero esta vez dos noches, a lo que mis padres accedieron gustosísimos. A Chipi le temblaban las piernas cuando salió conmigo de casa. Nunca me olvidaré de aquella mochila vieja (de alguno de mis hermanos) que requisé para meter en ella una muda y mi timple, que iba conmigo a todas partes, más las cinco pesetas que guardaba en mi monedero, aún sobrantes de las 50 que había cobrado de las clases que ya impartía desde los 10 años a alumnos como Juanito Alonso,Mimina de la Peña, Otilia González, Amparo Guerra, Pepín Belón, Juan José Culato y otros, que fueron mis primeros alumnos de los 48 mil que pasaron por mis manos entre 1945 hasta el pasado 2004.

Sentado en uno de los tantos bultos que esperaban ser embarcados, pasé casi tres horas… hasta que comenzó la llegada de pasajeros con sus familias

Y sigo. Cogimos la guagua. Chipi se bajó en Ciudad Jardín y yo continué hasta el muelle de Santa Catalina, acercándome al barco que tanto ansiaba tomar para irme a Tenerife. Sentado en uno de los tantos bultos que esperaban ser embarcados, pasé casi tres horas… hasta que comenzó la llegada de pasajeros con sus familias, más las cargas en unas planchas de madera con dos grandes ruedas tiradas por mulas, tartanas y algún que otro coche pirata de techo de lona que en esa época llamaban taxi.

El correíllo ‘La Palma’ en una acuarela de F. Noguerol.
Mucha gente ya tenía pasaje comprado en las oficinas de Aucona S.A. y otros los compraban a pie de escala en el momento antes de salir. Yo seguí esperando a que todo esto concluyera y, por fin, sonó el último aviso de salida con unos estruendosos y ensordecedores escapes de vapor blanco que salían de la chimenea. Suelta de amarras. Aquello a mi me parecía un trasatlántico. Inició su separación del muelle muy lentamente y yo, atrevido de mí, con mis ojos puestos en algún que otro camarero, que se retiraba al interior para atender en el diminuto mostrador-cafetería las peticiones de los recién pasajeros. Fue entonces cuando realicé mi lanzamiento, casi suicida, desde el borde del mismo muelle hasta la barandilla de cubierta por donde momentos antes habían subido todos; la separación era ya de un metro, más o menos… Pero salté y me aferré heroicamente a uno de los barandales, pasando rápidamente a cubierta y sentándome bajo una de las lanchas salvavidas con un susto de muerte.

Realicé mi lanzamiento, casi suicida, desde el borde del mismo muelle hasta la barandilla de cubierta por donde momentos antes habían subido todos

Pasó lo más difícil y yo ya era feliz en aquel cascarón llamado barco; comenzaba a sentir los meneos del mismo cuando asomaba por la punta del muelle Grande: proa abajo… popa arriba… babor arriba… estribor abajo… y así hasta Santa Cruz, puerto de Tenerife, durante ocho horas y media. Qué gozo navegando en aquellos correíllos que hicieron historia entre nuestras islas, a pesar de la incomodidad de ir tumbado en cubierta, sin más abrigo que el calor de otros que me acompañaban en esa aventura, que por no tener dinero pagaban pasaje de cubierta.

2Una noche en cubierta con frío y chorizo de Teror
La noche se hacía larga, no tanto por el gozo que yo sentía navegando, sino por el duro lecho de la cubierta en el León y Castillo y el frío en alta mar, sin una mísera manta con la que calentarme. En esos momentos sí que echaba de menos la leche caliente y los bizcochos de Moya, que mi madre me preparaba siempre para cenar en casa. Observaba con asombro la gente que salía a cubierta a vomitar, aferrada a las barandillas y exclamando improperios e insultos más propios de Néstor Álamo, que era el más deslenguado que yo había escuchado jamás. Fue entonces cuando uno de aquellos pobres soldados, tirado como yo en aquella maloliente cubierta y a los que yo me aferraba buscando algo de calor, sacó de uno de los grandes bolsillos del chaquetón militar un enorme pan con algo dentro. Me ofreció un cacho que acepté encantado y comprobé que en su interior contenía chorizo que olía a gloria; lógico, pues no era un chorizo cualquiera, ¡era de los de Teror!

Los que seguían con la angustia del mareo y que yo no comprendía –por lo feliz que me encontraba–, me gritaban desesperados: “¡pero cómo puede este niño comer con la travesía que tenemos…!” Y así hasta llegar de madrugada al puerto de Santa Cruz. Para mí era como descubrir una isla después de disfrutar de la navegación, aunque no fuera la primera vez: la primera, en realidad, fue con mis padres en un correíllo –cuyo nombre no recuerdo– rumbo a Arrecife de Lanzarote, pero entonces sólo tenía tres años y aún así tengo recuerdos muy borrosos de un camarote y un ojo de buey por el que me asomaba desde la litera, con mi padre señalándome el mar mientras navegaba.

Entre el regocijo de los pasajeros que sonreían satisfechos al ver que su pesadilla había terminado, yo contemplaba con asombro las prisas por salir del barco

Santa Cruz de Tenerife desde el muelle donde atracaba el correíllo, en una foto fechada alrededor del año 1940./ FERNANDO BAENA (AFHC-FEDAC)
Santa Cruz de Tenerife desde el muelle donde atracaba el correíllo, en una foto fechada alrededor del año 1940./ FOTO FERNANDO BAENA (AFHC-FEDAC)
La llegada y atraque al muelle de Santa Cruz de Tenerife se realizó con toda normalidad, y con el mayor regocijo de los pasajeros que, en su casi totalidad, sonreían satisfechos al ver que su pesadilla había terminado. Yo contemplaba con asombro las prisas por salir del barco de toda esa gente, con el rostro demacrado y ojeroso (como diría mi hermano Cho Juaá, “más amarillos que un bufo”). Yo, por el contrario, desembarcaba con pesar pues, aunque me quedaba todavía la vuelta, deseaba conocer lo que era navegar con la luz del día. Pienso también que aquella noche pudo haber sido más bonita si hubiera habido luna llena; como dice la copla “triste esta noche sin luna / para el marino en la mar; / pero más triste es amar / sin esperanza ninguna”. Aquí comenzaría ahora, en tierra firme, la segunda parte de mi histórica aventura, que tiene como protagonista nuestro instrumento más representativo: el timple.

Sí, el timple con el que yo solito me había iniciado con cinco años de edad y con el que ahora, con 12, tendría la oportunidad (y sin mis padres saberlo) de ser el primero en grabar en cintas de alambre –en un mini estudio de registro sonoro en la calle Bethencourt Afonso–, las primeras folías, isas, malagueñas y polcas rasgueadas y punteadas, ideadas por mí para este instrumento. Pero vamos por partes: desembarco del León y Castillo e inicio la caminata desde el muelle a la calle de Pérez de Rosas, a la casa de doña Aurora Perdomo, viuda de Martell. Logré llegar gracias a las indicaciones que la gente me iba dando por la calle. Era muy amiga de mi madre y se asombró al verme llegar. Allí me encontré con su nieto Pepito Brito (José Alfonso Brito Martell), quien me indicó dónde estaba el mini estudio al que me dirigí para grabar por primera vez el timple.

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