Yo fui en el correíllo

Hice la vuelta a La Isleta… y no me quiero ni acordar

Relato publicado en dos partes en la edición papel que aquí ofrecemos íntegro. Estamos en el año 1956 y los pasajeros a bordo del correíllo ‘La Palma’ zarpan del puerto de La Luz y Las Palmas rumbo a la isla de Tenerife, para lo cual deben doblar la península de La Isleta como si se tratara del temible cabo de Hornos. Entregas nº 8 y nº 9 de la serie “Yo fui en el correíllo”. [En PELLAGOFIO nº 32 y nº 33 (1ª época, mayo y junio 2007)].

Por VICENTE GARCÍA RODRÍGUEZ
Fundador, en 1954, del Grupo Montañero de Gran Canaria

1.Por deporte y contemplación
Fui a Tenerife por dos motivos. Uno deportivo y otro contemplativo. Octubre de 1956. Aclaración con un pequeño prólogo para situarme en el relato. Deportivo, porque fui allá para subir el Teide, caminando, con dos amigos, Luis Báez y Luis Arencibia. He subido varias veces más, pero en aquella ocasión tuve la suerte de ver, desde el Pico, a las siete islas, tranquilitas y sosegadas ellas en aparente amor y compaña. Quién lo diría. El otro motivo se refiere a que aproveché el viaje para hacerle una contemplativa e inocente visita a mi futura. Las costumbres de la época no daban más de sí; la mano y gracias. Lo que nos perdimos, mi amigo. Ni del bracillo podías pasear con ella. Dios nos libre. Había ido a examinarse de piano pues en Gran Canaria no había conservatorio de música. Aprobó con nota. Bien, vamos a lo del correíllo que Dios lo tenga en la Gloria. La travesía fue de noche. Buque, León y Castillo.

Vicente García la mañana en que arribó a Santa Cruz de Tenerife dispuesto a subir al Teide con Luis Báez (a su lado) y el autor de la foto, Luis Arencibia./ ARCHIVO PELLAGOFIO (CEDIDA POR V. G.)

Por loquequieraqué, ese viaje se me ha quedado grabado en la memoria de manera especial. Por un lado, pienso, fueron las ganas con que fui a por las dos cosas –a una más que a la otra– y por otro, la paliza sin piedad que significó viajar en uno de los honorables representantes de la flota de la Trasmediterránea en las islas Canarias. Hay un libro titulado Dos años al pie del mástil, de Richard Henry Dana, hijo, que relata en uno de sus pasajes la vuelta al cabo de Hornos. Salvando las distancias, no muchas, al leerlo años más tarde me vino a la memoria la vuelta a La Isleta en correíllo. Aquí suplico a quien esto lea, un poco de fantasía imaginativa para sentirme distendido en el siguiente relato. Gracias. Allá vamos.

Eran atrevidos estos vaporcillos. No esperaba a las olas, negras y amenazantes, no señor, iba a por ellas y además con ganas

Uno de tantos recuerdos que llevo conmigo de esa travesía es la proa del honorable; me parece estarlo viendo, incrustándose en el seno de las enormes olas, partiéndolas en dos y la popa levantada con sus vergüenzas helicoidales al aire. El chirgo que sentí, lo juro, me cortaba el mareo infrahumano que tenía metido hasta el tuétano. La velocidad, por decir algo, del navío, debía de ser entre unos ocho o diez nudos por hora. El nudo tiene 1.852 metros. Echen Vds. un cálculo. Cualquier mediano oleaje lo zangoloteaba que era un gusto, pero él no se arrugaba. Si acaso, le crujían un poco las cuadernas. Con la inconsciente temeridad de los ignorantes, se metía de frente sin medir riesgos, atacando a los mares que se le venían encima.

Eran atrevidos estos vaporcillos. No esperaba a las olas, negras y amenazantes, no señor, iba a por ellas y además con ganas. No les entraba derechito, no, sino que astutamente se escoraba con toda su pachorra hacia estribor, y cuando la ola lo aguardaba por allí, la embestía por babor desarmándola por donde la mar menos lo esperaba. En estos enfrentamientos el veterano esquife siempre salía ganador, eso, porque Dios es grande. Emergía la proa con la soberbia de los iluminados, se sacudía la espuma y rociaba todo lo que se le ponía a su alcance. Los mares que nos habían abordado, volvían a sus orígenes saliendo a chorros por los imbornales igual a pequeñas cataratas. Nuestro hombre, sin perder el porte, con complejo de Q.M.II , tomaba carrerilla y a por la siguiente marejada. A veces le costaba un buen pantocaso.

El telégrafo de órdenes que había en el puente del correíllo ‘La Palma’./ FOTO YURI MILLARES

Las gateras [orificios circulares para dar paso a los cabos de amarre] en las amuras de proa yo creo que le servían de ojillos avizores, mirando a dos bandas como las aves, a babor y a estribor, controlando el incansable oleaje. Dentro de lo malo aquello era un bello espectáculo. La Máquina contra Fuerzas Naturales. Afortunadamente la Madre Naturaleza se dejaba ganar, que si no… Luego, pasada la vuelta a La Isleta, encontramos mares un poquillo más tranquilas. No mucho.

2.Sobre cubierta, escarranchado y con las piernas abiertas.
Para refrescar el mareo solía darme un paseo por cubierta que era toda una odisea. Tenía que caminar escarranchado, dando pasos laterales de más de medio metro, agarrándome a cualquier cosa fija que tuviera a mano: la barandilla, un bote salvavidas, el enorme banco de tirillas sujeto al piso con tuercas…

Si quería pasar de un lado a otro del barco, tenía que abrir un pesado y barnizado portalón, ¿recuerdan?, situado más o menos a la mitad del buque, que servía para pasar a la otra banda. Ponía las piernas bien abiertas, me inclinaba un poco hacia delante afirmando bien los pies, la mano izquierda, con firmeza, en la jamba de la puerta, y agarrando la dorada manecilla halaba hacia afuera con todas (?) mis fuerzas, dando un triste y apurado salto para entrar. Había que salvar un pequeño pretil o escalón, que si no andabas listo y se cerraba la puerta, con un bandazo a su favor en colaboración con un embisagrado y potente resorte, te podía partir un brazo.

Aceite requemada de cocina, combustible, fritangos, sudores ácidos de mareantes, indecentes efluvios de watercloses… ¡Aaagh! Si pones un espía a oler aquella cosa te confiesa todo lo que sabe y más

En el pasillo había una escalerilla, que si necesitabas bajar tenías que poner los pies como Charlot. El embate que de allí salía era invisible y maloliente. Era una mezcla de olores que emergían solapadamente. Salía cada uno de su sitio de origen, se esperaban al pie de la escalerilla y luego subían todos a una, paralelos, sinuosos como serpientes y en tromba, a saber: aceite requemada de cocina, combustible, fritangos, sudores ácidos de mareantes, indecentes efluvios de watercloses… ¡Aaagh! Si pones un espía a oler aquella cosa te confiesa todo lo que sabe y más, con tal de que lo quites de allí.

Después de una oscura eternidad, las claras del día se acercaron empujando a la noche, que se alejaba con la cabeza gacha, de puntillas y en silencio. Parecía avergonzada de haber sido cómplice de tales mareos, poniendo tantas horas de oscuridad que acrecientan el desequilibrio estomacal. Si el honorable se adelantaba en la ruta –milagro– al acercarse a Santa Cruz, aminoraba la marcha. El cabeceo era el último martirio antes de entrar por la bocayna del puerto. El motivo de dilatarse en la llegada, se decía, era para llegar en horas laborales normales y no tener que pagar extras en las operaciones de carga y descarga.

Finalmente y como si no hubiera pasado nada, el caballero se deslizaba tranquilamente por las horizontales aguas de la bahía y atracaba felizmente. Él. Así me fue y así lo he contado. Ustedes no me lo creerán, pero recuerdo al bicho aquel con un cierto y agridulce afecto, con cierta nostalgia. ¿O será a la añorada juventud que se ha quedado allatrás?

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