Yo fui en el correíllo

Un crucero majorero, remedio contra la tosferina

Majorera de Gran Tarajal, la autora de esta entrega nº 29 de la serie “Yo fui en el correíllo” cuenta anécdotas y vivencias relacionadas con los vapores correo que hacían escala en este puerto (en la fotografía del archivo de El Museo Canario, el correíllo ‘La Palma’ fondeado en Fuerteventura, en tiempos del muelle Chico de Puerto Cabras). [En PELLAGOFIO nº 16 (2ª época, enero 2014)].

Por JUANA CUBAS DE SAÁ

Estos emblemáticos correíllos, el La Palma, el Viera y Clavijo… me traen a la memoria muchos recuerdos entrañables. Soy majorera y, como esto indica, de la isla de Fuerteventura, concretamente del Puerto de Gran Tarajal. Desde que tengo uso de razón conozco este medio de transporte, el único en otros tiempos, que unas veces utilizaba en la travesía Fuerteventura-Las Palmas y en otras ocasiones Las Palmas-Arrecife-Puerto del Rosario-Gran Tarajal.

Era frecuente utilizar este transporte por muchas razones: médicos, estudios, compras, también por vacaciones. Creo recordar que era los martes cuando operaba en Gran Tarajal. Ese día parecía “fiesta nacional”. El correo (así se le llamaba también) entraba en el puerto al son de pitadas, a lo que respondíamos al son de canciones y nos recordaba que teníamos que regresar a nuestras casas porque anochecía. Si nos daban permiso, íbamos al muelle y recuerdo que no había taxis: el que tenía coche propio, pues iba en su auto y el resto con burros donde los equipajes eran de lo más variado.

El legendario capitán del correíllo Eliseo López, que tiene sendas calles en las capitales canarias de Santa Cruz y Las Palmas.| FOTO CEDIDA POR LUCY MARTÍN
Saltando de los carro-taxis en marcha
Lo más divertido de estos carro-taxis era que al regresar del muelle lo hacían vacíos de equipaje y esto nos permitía a todos los chicos y chicas regresar en ellos. Y cuando nos íbamos acercando a nuestras casas, cada cual se iba tirando, porque el carretero no paraba al burro.

Cuando nos íbamos acercando a nuestras casas, cada cual se iba tirando, porque el carretero no paraba al burro

Estos carro-taxis, como he indicado antes, llevaban mercancías de lo más variadas, desde las típicas maletas de cartón o madera atadas con cuerdas de soga (por si acaso se abrían), hasta bultos de pescado seco (tollos, jareas, etc.) y los cereales de la isla (lentejas, garbanzos, chícharos) y quesos.

Los camarotes también eran peculiares, creo recordar que existían de 1ª y 2ª categorías y de cubierta. Eran múltiples, al menos de cuatro personas; si hacía mal tiempo (oleaje) y alguien vomitaba, había uno que contagiaba al resto. Pero los jóvenes, aun teniendo camarote, preferíamos la cubierta (había peces voladores que se acercaban y saltaban al barco), porque allí nos divertíamos con los estudiantes y seminaristas que viajaban desde Lanzarote u otros puntos de Fuerteventura. Eran tertulias amenas con chistes incluidos (hasta casi la madrugada), con comilonas compartidas de cuantas meriendas nos ponían nuestras madres (rosquetes, quequis, mermeladas, huevos duros) y que no sólo compartíamos entre nosotros, sino también con la tripulación.

Algunos/as estudiantes también hacían “trampas”, pues si no habían conseguido camarotes, ablandaban a los camareros dándoles 15 pesetas (3 duros) y dormían hasta tres en una sola plaza.

La animó a que se pusiera en la cara una emulsión que se llamaba Visnú y ni qué decir tiene que enseguida lavó un tintero para que le pusiera la amiga un poco, pero se olvidó de limpiar la tapa y ya se pueden imaginar…

Pasajeros de lo más variopinto
Los viajeros eran de lo más variopinto: moros (con ganado incluido, sobre todo cabras), gente de circo, comerciantes y los que se dedicaban al estraperlo. En mi pueblo había tres señoras que llamaré Micaela, Rosa e Irene (los nombres los he cambiado para que no se pueda identificar a las personas). La última iba mejor arreglada, más presentable en cuanto a vestimenta y cosmética; no así Irene que era más desaliñada, más varonil y por ello la animó Rosa a que se pusiera en la cara una emulsión que se llamaba Visnú y ni qué decir tiene que enseguida lavó un tintero para que le pusiera la amiga un poco, pero se olvidó de limpiar la tapa y ya se pueden imaginar… cuando saltó al muelle de Santa Catalina, más que un maquillaje parecía que llevaba la cara pintada del azul de un pitufo… Esta anécdota la contaba Micaela repetidas veces y decía: “¡Más nunca! Me querían poner guapa y me puse como un payaso”.

Mi madre, María Lucía de Saá Quesada, estuvo 47 años de maestra en Gran Tarajal y hay un instituto y una calle con su nombre. Cuando sus alumnos tenían la tosferina les aconsejaba que cogieran aire y ella preparaba un viaje de Gran Tarajal a Puerto del Rosario en el correíllo, para que los estudiantes respiraran el aire del mar. Los alumnos iban con sus madres, mientras los padres acudían a recoger a esposa e hijos a Puerto del Rosario, porque el barco seguía otro rumbo que no era volver a Gran Tarajal.

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