Yo fui en el correíllo

Una preciosidad de 15 años con vestido rojo, en cubierta

Concha Lacoste, profesora superior de canto relata su primer viaje en correíllo para examinarse de piano en Tenerife en la entrega nº 10 de la serie «Yo fui en el correíllo». [En PELLAGOFIO nº 34 (1ª época, octubre 2007)].

Por CONCHA LACOSTE

Recuerdo cuando embarqué por primera vez en el correíllo. Tendría yo 15 años, allá por el año 1953. Fui a Tenerife a examinarme de piano, al igual que seguí yendo en años posteriores. Por aquel entonces, los profesores del Conservatorio de Tenerife venían a Las Palmas en junio, a efectuar los exámenes a los alumnos de Las Palmas. Se celebraban en la Escuela de Comercio, que estaba ubicada frente a la plaza del Espíritu Santo, en Vegueta. Para los de septiembre teníamos que trasladarnos a Tenerife. Y este fue el motivo por el cual embarqué en el correíllo La Palma.

Mi padre trabajaba en la consignataria Aucona y conocía al capitán del barco, así que me recomendó a él. Una suerte poder navegar en correíllo e ir recomendada a la máxima autoridad a bordo. Eso pensé yo cuando mi padre me lo dijo. No tendría problemas, iba segura. Mi primer viaje; qué ilusión, qué sensación de libertad sin la vigilancia de mis progenitores. Toda una aventura.

Llevaba mis primeros tacones altos. Las niñas de aquella época dominábamos el tema a la perfección. Hacíamos ejercicios con un libro sobre la cabeza

Falda estrecha y ‘chupita’
¿Qué me depararía ese viaje, sola y dueña de mis actos? Sí, sí… dueña de mis actos, qué ilusa, qué simplona era yo. Te cuento: para esa ocasión, mi madre me había hecho un traje de pana rojo. Se componía éste de una falda estrecha y una chupita (chaqueta ajustada a la cintura y con vuelo en la cadera). Una preciosidad. Mi madre se esmeró, pues la ocasión lo merecía. Llevaba mis primeros tacones altos, de carretilla. Para caminar con ellos, tenía que hacer verdaderos equilibrios, pero las niñas de aquella época dominábamos el tema a la perfección. Hacíamos ejercicios con un libro sobre la cabeza e intentando caminar en línea recta, poniendo un pie delante de otro y procurando que no se nos cayera el libro.

El barco salió a las doce de la noche, creo recordar. Subí por la escala despacito porque, entre la maleta, la falda estrecha y los tacones, no se podía ir deprisa ni hacer demasiados alardes. Además, era consciente de la expectación que despertaba entre el pasaje, sobre todo en el masculino. El capitán me esperaba arriba. Mi padre nos presentó. Me asignaron un camarote individual en primera clase; un camarero me ayudó con la maleta. Bajamos, coloqué el equipaje en el camarote, todo un lujo, y subí corriendo a cubierta. No quería que se me escapara nada. Era mi noche. Una vez arriba, me acodé en la barandilla como había visto hacer a mis heroínas en las películas románticas de la época, y me puse a mirar cómo iban recogiendo la escala y cómo el barco se ponía en marcha, despegándose lateralmente y poco a poco del muelle Santa Catalina. Recuerdo las luces de la isla, alejándose, y la luna reflejada en el mar formando una carretera brillante de encaje y espuma plateada.

Había un militar alto que no me quitaba ojo; yo lo veía por el rabillo del ojo, pero me hacía la desentendida. Qué emoción. Pensé: ¿qué me deparará la noche?

Expulsada al camarote
En cubierta hacía frío, soplaba un airecito húmedo, pero yo no lo sentía, tal era mi emoción. Recuerdo que a mi lado, por la izquierda, había un militar alto que no me quitaba ojo; yo lo veía por el rabillo del ojo, pero me hacía la desentendida, atenta al mar y a la estela de espuma que iba dejando el barco. Qué emoción. Pensé: ¿qué me deparará la noche? En esto llega el capitán, que debía estar observando la situación, y me dice: “Señorita, baje al camarote que ya es muy tarde”.

Mi gozo en un pozo. Qué rabia me dio… se acabó la magia, la aventura, todo. ¿Es que ese capitán no había sido joven nunca? ¿No se podía haber esperado un poquito? Por Dios, qué poco romántico y que inoportuno el hombre. ¿Es que no tiene sentimientos? En fin, qué remedio… Bajé por las escaleras hacia el camarote, me quité los zapatos de tacón de carretilla, porque tenía los pies que no los aguantaba, y mascullando por lo bajo mi mala suerte llegué al camarote. Me quité el vestido rojo, lo doblé con cuidado, para no arrugarlo y me acosté. Qué otra cosa podía hacer. Otra vez será. Donde manda capitán no manda marinero.

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