‘Vicente Puchol’, mártir por un ‘galletazo’

Entre los buques correo que Trasmediterránea perdió en Canarias están el ‘Ciudad de Málaga’ (abordado y hundido por el ‘Good Hoore’) y el ‘Vicente Puchol’ (que embarrancó en 1960 en Tenerife, en la imagen de cabecera mientras es asistido por el remolcador ‘Guanche’). Entrega nº4 de la serie “Yo fui en el correíllo”. [En PELLAGOFIO nº 28 (1ª época, enero 2007)].
Por PEDRO SCHLUETER CABALLERO
Conferenciante musical y autor de teatro
Los instantes finales de la historia del correíllo Vicente Puchol constituyen un borrón en los anales de la Compañía Trasmediterránea, por el grave accidente de que fue objeto. En pocas palabras, un 24 de agosto de 1960 el navío fue a dar junto a la playa de las Galletas, al sur de Tenerife, portando 58 pasajeros a bordo. Aunque por aquí la galleta es sinónimo de bofetada, estoy seguro de que en aquel momento no fue para mí ninguna sorpresa la galleta propinada por la playa de las ídem a aquel deplorable espécimen de embarcación.
Hoy me encuentro curado de la impresión producida por el hecho, pero cuando en pleno verano de 1960 supe del grave percance del correíllo, pasé, primero, de la sorpresa al miedo y, luego, al mayor de los desasosiegos, pensando hasta dónde podía llegar mi culpabilidad en aquel suceso.
Examen de ‘Preu’
Curso escolar 1958-59. Estudio el Preuniversitario. Por caprichos de la enseñanza, aprendemos, más bien nos especializamos, en asuntos tan concretos como los Cronistas de Indias, la historia y geografía de Italia y la obra Christmas Carol de Charles Dickens, por citar unas pocas materias y no aburrirles con el resto. Recuerdo que durante aquel curso, la obra del literato inglés influyó de tal manera en nuestras vidas que éramos capaces de recitar su comienzo en pleno sueño: “Marley was dead to begin with…”
Salí de casa para mi primera aventura estudiantil portando una vieja maleta de tela, rodeada de grueso hilo para que no se abriera durante el viaje. En su interior, tres o cuatro mudas y una lata con gofio y azúcar
Llegó junio del 59 y, con él, la necesidad de rendir cuentas de lo que habíamos aprendido durante el curso. Para ello había que desplazarse a La Laguna, en cuya universidad –a mí al menos me lo parecía así– debíamos someternos a la tortura del saber. Salí de casa para mi primera aventura estudiantil portando una vieja maleta de tela, rodeada de grueso hilo para que no se abriera durante el viaje. En su interior, tres o cuatro mudas y una lata con gofio y azúcar.
Era una noche de primeros de junio y, al llegar al muelle, nos saludó inquieto el Vicente Puchol que, incluso atracado, se estremecía y movía de contento al vernos. Se rumoreaba que era embarcación en donde mareaba hasta su capitán y, por supuesto, nada comparable al Lion and Castle, vamos, al León y Castillo. Mi pasaje de cubierta era eso: pasaje de cubierta. Y como tal, entre bultos y gruesas maromas me dispuse a acomodar mi cuerpo en pos de la aventura por venir… ¿Aventura? ¡Un cuerno! Al dar la vuelta a La Isleta, la travesía se transformó en el mayor de los riesgos de irnos a pique, ya que aquel maldito cascarón, más que navegar, parecía querer emular a un submarino que, con o sin periscopio, se hundía en las profundidades para salir nuevamente a la superficie, dispuesto, siempre, a ofrecer una nueva entrega de su particular forma de navegar al sufrido pasaje.
Maldije, también, aquella travesía a bordo del ‘Vicente Puchol’, al que deseé lo peor de lo peor que pudiera pasarle

Llegamos a Tenerife. No sé cómo, pero sí transparentes unos, blancos como el papel otros, y los menos dispuestos a lo que fuera con tal de celebrar el éxito de haber salido indemnes del peligroso viaje. Habíamos vencido al primer contratiempo, pero aún nos esperaba otro.
Los numerosos alumnos que debíamos someternos al examen de inglés fuimos divididos en dos grupos. Al primero le tocó la obra de Dickens; al segundo, en el que me encontraba yo, un texto –en inglés, por supuesto– en donde se narraba la convalecencia de Enrique VIII tras haberse partido una pierna. ¡Quién le mandaría meterse donde no lo llamaban! En su jardín, el monarca inglés se deleitaba en enumerar las mil y una plantas que lo rodeaban. Y yo, claro, me perdí en medio de tan tupida vegetación, logrando como único resultado un sonoro suspenso plantado en la mejor de las macetas.
En aquel momento maldije y sin razón la obra de Dickens, cosa de la que luego me arrepentiría muchas veces; y maldije, también, aquella travesía a bordo del Vicente Puchol, al que deseé lo peor de lo peor que pudiera pasarle. Por eso mi espanto al verano siguiente cuando leí que había embarrancado cerca de la playa de las Galletas. A pesar de todo, ¡un merecido tortazo para un impresentable medio de transporte de la época!