Patrimonio rural

Jacinto Díaz: «Silbábamos cosas como ¿viste la cabra puipana?»

"Nos comunicábamos con el silbido, porque con la voz no alcanzaba"

SILBO EN GRAN CANARIA. Gracias al silbo se podían decir «cualquier cosa», asegura Jacinto Díaz (87 años), entrevistado delante de su casa por los investigadores David Díaz y Sergio Perera, a quienes acompaña el autor del artículo. Material adjunto al reportaje El silbo en Gran Canaria, un lenguaje que se extingue. [En PELLAGOFIO nº 100 (2ª época, mayo 2021)].

Por YURI MILLARES

Criado en Tasartico (La Aldea) de donde eran sus padres, Jacinto Díaz González (87 años) fue a Veneguera a trabajar con 13 años por 6 pesetas al día “trabajando en la sorriba, con una carretilla de ruedas de hierro, las primeras que había. Se enterraban en la tierra y les ponían una tabla para que no se enterraran. ¡Sacrificios! De Veneguera volví para Tasartico en el año 50 hasta el 92 que me vine para La Aldea”, para plantar tomateros, primero de medianero y después como encargado en una finca, relata a PELLAGOFIO.

Su padre, que era pastor y agricultor y trabajó en las carreteras y de piquero en los pozos, fue quien le transmitió el conocimiento del lenguaje silbado. “Aprendí con mi padre, que silbaba. Porque el padre de él también era pastor. Ellos se entendían por el silbo y por el silbo nos entendíamos también nosotros. Aprendí desde chico, desde que tuve conocimiento. Lo que no he podido silbar nunca es con la lengua; batallé, pero qué va, silbo con los dedos”, explica.

Se silbaban «cosas» como «preguntarle por alguna cabra, por ejemplo, cuando se estaba recogiendo el ganado, se iban arrimando todas a un sitio y mirabas a ver si faltaba alguna»

Se puede decir “cualquier cosa”
Gracias al silbo se podían decir, asegura, “cualquier cosa” y añade: “Nos comunicábamos con el silbido. Mis hermanos sabían silbar doblando la punta de la lengua. Porque con la voz no alcanzaba y con el silbo sí”.

Por eso se silbaban “cosas” como “preguntarle por alguna cabra, por ejemplo, cuando se estaba recogiendo el ganado, se iban arrimando todas a un sitio y mirabas a ver si faltaba alguna. Si faltaba, le silbabas al otro a ver si la había visto, por el color y de tal montaña o de tal lomo, porque ellas trafican siempre por una zona. Por ejemplo, «¿Viste la puipana de la montaña de las Vacas?», que era donde traficábamos nosotros. Y el otro decía sí o no”.

Las mujeres (al menos en su familia) no recuerda que silbaran. “Mis hermanas fueron las últimas que vinieron y ya no estábamos tanto traficando con los animales. Y mi madre estaba en la casa. Pero los pastores –dice– se manejaban todos con el silbo. Eso iba de padres a hijos. Los nuevos aprendemos de los viejos. Y cuando nosotros empezamos esto estaba muy triste, compañero, porque yo nací en el 34 y la guerra empezó en el 36, tenía yo dos años y no me acuerdo de eso. Pero me acuerdo después de los trabajos que pasaba, el hambre que pasaba”.

“Me acuerdo de estar viviendo en Tarajalillo –continúa– y mi madre aguardaba a que oscureciera para que nos acostáramos, lavar la ropa y que te la pusieras por la mañana porque no había más. Y no son cuentos, son verdades. Hemos pasado mucho. Yo me llegué a levantar del Tarajalillo el domingo a las 12 de la noche para llegar a mitad de Veneguera a trabajar a las 7 de la mañana el lunes. Eso hoy no lo hace nadie. Toda la madrugada caminando. Para trabajar el lunes hasta el sábado a mediodía”.

Mientras tuvieron ganado, destaca, utilizaron siempre el silbo, «ahora está desaparecido porque ya no hay animales sueltos»

Mientras tuvieron ganado, destaca, utilizaron siempre el silbo, “porque el ganado estaba suelto; ahora está desaparecido porque ya no hay animales sueltos. A mi hermano pequeño, que vive en El Hoyo, todavía le silbo alguna cosa”.

Hace una pausa y añade una anécdota con otro hermano de protagonista. “Era más viejo que yo, Nicolás, y vivía en Pedro Hidalgo (en Las Palmas). Una vez que fui para allá con mi mujer, le pegué dos silbidos desde la calle antes de llegar, se abrió la ventana, le pegué otro silbido, se cerró la ventana y cuando llegamos a la puerta estaba friendo papas y tenía la botella de ron sobre la mesa”, ríe, animándose a contar otra anécdota de una excursión con vecinos del barrio a La Gomera.

“Allí llegó un hombre a la guagua para decirnos cómo se silba en La Gomera. El hombre silbiando y me dice mi hermano Brisario: «Jacinto, pégale un silbido a ese». Entonces llamé a Brisario con el silbo y el gomero cogió la puerta y se fue”.

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