«Yo era un clarinete con el silbo», dice Juan Oliva González
«Mi padre tenía huertas de cebada, semanas enteras en la era trillando. Es una tradición que viene desde siempre, como el silbo»

SILBO EN TENERIFE. «Vilaflor vivía del ganado, si me pongo a contarlos por lo menos había de 15 a 20 cabreros», dice Juan Oliva González, ‘Chichilo’ (79 años), entrevistado en su casa fr El Chorrillo (Santa Cruz de Tenerife). Material adjunto al reportaje El lenguaje silbado de los cabreros de Tenerife. [En PELLAGOFIO nº 113 (2ª época, diciembre 2022)].
Por YURI MILLARES
Aunque le gustaba mucho la ganadería y de niño se dedicaba a cuidar las poquitas cabras que tenían en casa para disponer de leche y queso, Juan Oliva no se hizo cabrero «por mi padre», dice. «Vilaflor vivía del ganado, si me pongo a contarlos por lo menos había de 15 a 20 cabreros», recuerda. Compartiendo jornadas de pastoreo con ellos, todos mucho mayores que él pues apenas era un niño, aprendió el lenguaje silbado. Tampoco faltaba el gofio: «Me acuerdo de que mi padre tenía unas huertas de cebada que se cansaba uno de segar y después, semanas enteras en la era trillando. Es una tradición que viene desde siempre, como el silbo».
«Yo estaba en un sitio que le dicen La Hondura, que es un barranco muy grande, otro estaba hacia arriba por un sitio que le dicen El Guanchero y otro estaba un poco más abajo o hacia el fondo del barranco. Y entonces, ¿qué transmisión había? —y silba una frase a modo de ejemplo—: “Manuel, vamos recogiendo que es hora de irnos”. Yo silbaba una canción mexicana o lo que sea, sin fallar, silbando; no es por alabarme, pero yo era un clarinete con el silbo», ríe.
«Mi padre me silbaba: “¡Chichilo ven a casa, que tu madre quiere que vayas a hacer un mandado!”»
Silbando como loros
Con otro vecino de Vilaflor, José Fumero, «nos criamos casi juntos, me lleva dos o tres meses» también se silbaba: «¡Como dos loros!». Con diez años él y once su hermano, solían estar jugando en la plaza, delante de la iglesia, «que no había los árboles de ahora, sino que era una plaza plana empedrada. Y mi padre, si se iba poniendo el sol y no llegábamos, se ponía en la puerta y decía —silba— “¡Chichilo!” Porque mi nombre es Juan, pero todo el mundo me conoce por Chichilo. O estábamos por ahí fuera jugando a la pelota con los amigos y había que ir a hacer un mandado a la venta, me llamaba a mí o a mi hermano. Y hacía… —silba y después traduce—: “¡Chichilo ven a casa, que tu madre quiere que vayas a hacer un mandado!”».

Cuando estaba con las cabras a veces era su abuela Luisa González Trujillo la que le silbaba. «Me crie con ella más que con mi madre, porque me gustaban las cabras y ella tenía sus cabritas para vivir. Tenía un tío que estaba en Venezuela y a través del silbo me decía… —silba y traduce—: “Juan, llegó carta de Venezuela de tu tío David”».
Un herreño en la fábrica
Apenas se hizo adulto, sin embargo, Juan emigró del pueblo. Tenía 20 años. «Aquí los trabajos eran muy duros y me marché, que un señor de Vilaflor montó una empresa y vinimos como 16 a trabajar».
La Serrería El Pilar en El Chorrillo (Santa Cruz de Tenerife) se dedicada a fabricar «cajitas como de 25 kilos para las cooperativas de Fasnia, Arico, Granadilla, San Miguel, Adeje, para embarcar papas quinegua. De La Esperanza venían los camiones completos cargados de eucalipto. Y si faltaba se traía de la Península, mucha tabla venía de Galicia».
En la fábrica se encontró con un compañero que también hablaba con el silbo. Se llamaba Mariano Montesinos Medina y era herreño de El Pinar. «Éramos los únicos de ciento y pico personas en la empresa que silbábamos. Hablábamos entre los dos, a lo mejor cosas que no queríamos que supieran los otros, porque si hacías una argollita, “ojo, que viene el jefe por ahí” —ríe— y el jefe no se enteraba».
«Una anécdota, de pequeñita —interviene su hija Yurena—: mi padre me hacía lo mismo que mi abuelo le hacía a él. Me llamaba igual. Iba a jugar y cuando quería que viniera me silbaba y según me silbaba sabía cuánto tenía que correr —ríe—, tanto aquí como en Vilaflor». Chichilo asiente: «Sí, me subía encima de la casa y le decía: “Susi, ven parriba ya”, que es la mayor, para que vinieran a casa. Lo mismo que me decía mi padre a mí le decía yo a ellas. Y lo entendían a la perfección». Sobre todo, si la frase terminaba con un imperativo «ya».