En la herrería hay trabajo si llueve y está el campo contento
Oficios del mundo rural / Herrero en la calle Real de la Villa

La vieja herrería de la capital gomera parecía a punto de derrumbarse en 2004, la última vez que entrevisté a Antonio ‘El Tunera’. Siempre ocupado en algo, lo que había cambiado desde la primera vez que lo vi en 1998 era la peseta. «Yo estoy aquí como el que está en el cine. Es que me gusta esto», decía. [En PELLAGOFIO nº 118 (2ª época, mayo 2023)].
Por YURI MILLARES
Aunque su hijo Toño tomó el relevo del oficio tras su fallecimiento, Antonio Díaz Velázquez (1929-2008) era el último herrero que quedaba en la isla aquel verano de 1998 cuando me senté a su lado en la desvencijada herrería. Con 68 años recién cumplidos decía que era el último del oficio. «El día que deje yo esto, adiós. Y hace falta, para todo».
Conocido entre los vecinos de San Sebastián de La Gomera como Antonio El Tunera, no quería sino estar todo el día en la herrería. Era una diminuta casa de tejado a cuatro aguas parcialmente derrumbado. Entre paredes negras por el humo del carbón caliente en la fragua y con el techo apuntalado para que no se le viniera encima, allí estaba él. Ocupado en algo y atendiendo clientes al mismo tiempo.
«Lo decía mi padre, “el herrero quiere más que llueva que los del campo”»
En 2004 seguía allí sentado, junto al yunque. Estaba con un encargo de varias empleitas para queso. «Antes llovía más. Una barranquera que había ahí [estaba] corriendo invierno y verano. Si llueve se pone contenta la gente del campo. Lo decía mi padre, “el herrero quiere más que llueva que los del campo”, porque se ponen contentos los agricultores y arreglan todo, azadas… Pero si no llueve estamos jodidos».
Hora del bocadillo ‘interruptus’
Su abuelo Antonio José Díaz fue quien puso la herrería donde la siguió trabajando su nieto El Tunera. «Siguió mi padre y ahora yo. Y cuando yo termine, adiós herrero», seguía diciendo con 75 años. Era ya media mañana cuando dejó por un rato las empleitas para desayunar un enorme bocadillo que traía de casa.
«Voy a comer un pizquito de pan que ya es hora», dijo antes de pegarle el primer bocado. En ese momento llega un cliente.
—¿Cuñas tiene? —pide el recién llegado, asomando la cabeza por la puerta y al ver que Antonio abandona su desayuno, añade— ¡No se apure!
Pero Antonio ya tiene las cuñas en la mano.
—¿Cuántas quiere, seis euros, siete euros?
—Mira, ¿regatones* para astias* tienes? —quiere saber también el comprador.
Antonio, contando cuñas, responde al concluir el recuento
—…Ocho, nueve, diez… ¿Para pastores? Hay unos para caminantes. Y para pastores, más grandes.
Antes de concluir la venta, viene una mujer preguntando por otra cosa.
—Mire, ¿no tiene milanitas hechas?
—Sí hay.
«Una mujer me dijo el otro día: “¡Ay que lo vamos a sentir cuando no esté, que ya no hay quien ponga una asita a un cacharro ni nada!”»
Realizada la venta de cuñas y regatón, y recibido el encargo de unas milanas* para la señora, siguió con su bocadillo. «Una mujer me dijo el otro día: “¡Ay que lo vamos a sentir cuando no esté, que ya no hay quien ponga una asita a un cacharro ni nada!”», dice, recordando a continuación cuando con su padre herraba bestias. «Si me pagaran las herraduras a mil pesetas, tenía yo para comprar un edificio. Fijo. El cuartel lo estuvimos herrando hasta que se fueron. Ya de último íbamos a Hermigua al médico Gil, a don Guillermo el noruego abajo a Tecina».
Miles de clavos para El Hierro
Y de las herraduras pasa a los clavos, hechos a mano también en la herrería. «Mira que hicieron miles de clavos mi padre y mi abuelo, para los herreños. Venían aquí Juan Padrón y Juan Padilla con el vino de El Hierro a repartir en las tiendas, en bocoyes grandes. ¡Uuh!, era un vino fuerte, algo coloraón. Pero, amigo, era vino. Estaban aquí tres días y esos tres días estábamos haciendo herraduras y clavos que se llevaban».
Antonio Díaz recordaba que con nueve años «ya venía con el viejo para arriba». Entonces la herrería estaba en las afueras de La Villa (como llaman los gomeros a su capital). Continúa hablando sin dejar de trabajar. Eso sí, levantando a veces la vista hacia la pequeña puerta, saludando a alguien que viene del interior y se detiene un momento para preguntar por las cuñas que le pone al palo de un sacho* para que no se salga.
«Valen cinco duros cada una —en 1998 el precio todavía era en pesetas—. Ahora al pasar para arriba las coges. ¿Ha llovido mucho por allá? Sí, hombre, sí, yo estoy aquí hasta la una».
Hace cencerros «de talón de coche; por cierto, que éstos fueron hechos de un ‘capón’ de un coche Mercedes. Un material bueno, acerado. Salen como campanas»

Grillotes y pitillos
Me enseñó el herrero unos cencerros que colgaban en un rincón. Los hace sonar. Es otra de las cosas que fabricaba. “Mi padre los hacía muy bien. ¡Uf!, un artista. Aquí le dan muchos nombres, cencerros, grillotes, yerros. A los chicos, en Tenerife, les dicen pitillos; aquí es nísperos».
Cencerros, grillotes o del tamaño que sean, los hace «de talón de coche; por cierto, que éstos fueron hechos de un capón de un coche Mercedes. Un material bueno, acerado. Salen como campanas, no sale uno malo». De nuevo los hace sonar. El badajo lo hace de hierro, en la fragua, o con «un trocito de madera y después le largo un gollete de botella».
Para lo que no reclamaban ya al herrero era para herrar bestias. «Ahora ya vienen herradas», decía de las que había entonces en la isla. Aunque él nunca ha herrado. «No me gustaba. Yo lo que hacía era aguantar la pata». Quizás haya sido lo único que no ha hecho en su ya larga vida de herrero y con la misma fragua que hiciera su abuelo Antonio José. «Que antes era de fuelle. Ésta es un ventilador y la mesa la hizo el viejo, Antonio José».
Herrar es una tarea delicada, hay que tener cuidado de no dañar al animal. «Los caballos tienen un callo, como si fuera la uña de uno, y no duele». Ahí limaba un poco y después clavaba. «Si no sabes, el clavo pica en lo vivo y se podía desgraciar. Mi padre nunca picó a una bestia. Siempre le dejaba al clavito una cosa así, una vueltita un poco para fuera». Los mulos y caballos del cuartel no venían a la herrería. En este caso, era el padre de Antonio Díaz el que iba hasta la plaza militar.
Pin-pin-pin, el morse entre mandarrias en el yunque
ANTONIO DÍAZ:
«Hay que saberle dar el toquito. Para que le sacara la punta a una barra, era pi-pi-pi. Mi padre lo hacía conmigo»
«Siempre trabajo en la fragua un rato», me decía Antonio Díaz. Para encenderla tenía alrededor todo lo que necesitaba. Con «cachos de cartón y papel» prendía fuego y después le ponía el carbón que llevaba. Entonces, con el martillo, seguía el ritmo en los golpes.
«Hay que saberle dar un toquito», decía. Y si eran dos golpeando con la mandarria*, unos golpecitos hacían de morse para indicarse uno al otro lo que debían hacer. Me lo mostró dando unos golpes cortos, muy seguidos en el yunque: pin-pin-pin. «Para que le sacara la punta a una barra, por ejemplo, era pi-pi-pi-pi. Mi padre lo hacía conmigo».
«Ayer hice esta barreta de tubería, para un viejito que quería una más liviana. Tiene ya 92 años, es de Arure. La quiere para cavar viña. ¡92 años! “Y me sirve también para brincar los paredones”, me dice. ¿Qué comida ha sido la suya?, le digo. “Siempre gofio y leche”. No hay comida como el gofio y leche. Mi abuelo [materno, Antonio Velázquez] duró casi un siglo y no comía, cuando estábamos pastoreando, sino gofio y leche. Cristiano*, duró con la dentadura completa y royendo una Tafeña* se murió. Le dio un chuchasito, cogió la cama y duró tres días. Pero una dentadura sanita, blanquita. Roía millo, fíjese usted».
*VOCABULARIO
astia. En La Gomera es como llaman al «palo utilizado por el pastor, especialmente para ayudarse a caminar por el monte, que suele ser de unos dos metros de longitud y unos cinco centímetros de grosor, confeccionado con una rama de acebiño, faya1 o brezo» (Diccionario histórico del español de Canarias).
cristiano. «Interpelación cariñosa y familiar. En el pueblo es moneda corriente llamarse unos a otros cristianos y cristianas» (Luis y Agustín Millares Cubas, en Cómo hablan los canarios).
mandarria. «Martillo muy pesado. Utilizado especialmente para golpear el hierro o romper la piedra» (Diccionario histórico…).
milana (o vilana). «Bandejas artesanales fabricada con latón», para asar carne o para hornear tortas y galletas (Tesoro lexicográfico del español de Canarias).
regatón. «Trocito de hierro que lleva en la base la lanza del pastor» (Tesoro…).
sacho. «Es la herramienta caracterizante del obrero en el campo. “Jalar por el sacho” equivale a trabajar en el campo» (Pancho Guerra, Obras Completas, t. III, “Léxico de Gran Canaria”).
tafeña. «Cereal tostado, especialmente el maíz, al que suele añadírsele azúcar o sal» (Diccionario histórico…).