Loli Barreto, nieta y bisnieta de mujeres bodegueras
«En mi familia eran las mujeres las que hacían el vino y nos han dejado sus trucos»

«No te voy a decir los trucos de mi abuela, pero son las cosas más naturales que puedas imaginar» , explica Loli Barreto durante la entrevista, en la que habla del papel de las mujeres de su familia como bodegueras en tiempos en los que no era costumbre que accedieran a donde se elaboraba y guardaba vino, y de la dedicación de su padre a la viña tras su regreso de la emigraciòn. [Versión extensa de la entrevista publicada en la edición impresa de PELLAGOFIO nº 114 (2ª época, enero 2023)].
«En mi familia eran las mujeres las que hacían el vino y nos han dejado sus trucos» LOLI BARRETO
Fue una de las primeras mujeres que estudió y trabajó como enóloga en bodegas de Canarias, donde la presencia femenina había estado lastrada durante mucho tiempo por prejuicios y creencias populares que les atribuían la responsabilidad de daños en los vinos. Sin embargo, puede presumir de varias generaciones de Dolores (su bisabuela, su abuela y ella misma) que, contracorriente, demostraron su buen hacer como bodegueras elaborando vinos de calidad. En su caso, tomando el relevo del padre en la Bodega Barreto de Tegueste (Tenerife), un proyecto que comenzó en Venezuela cuando no tenían tierras ni viña a la que volver.
■ OJO DE PEZ / Sentimientos a flor de piel La cita tuvo lugar la víspera de Nochebuena, mientras no dejaba de sonar su móvil para recoger pedidos de cajas de vino que iban a acompañar las cenas de muchos clientes. Relevo generacional de su padre Antonio Barreto, de quien era un «piojo pegado» desde niña en la Bodega Barreto, el fallecimiento de éste hace apenas once meses es una herida emocional que sigue a flor de piel ● |
—Naciste en Venezuela y el 22 de agosto de 1975 empezó la aventura del retorno.
—Ese fue el día que nos vinimos. Mi padre se había ido primero, después fue mi madre. Se casaron por poderes, como se hacía antiguamente, porque mi padre tenía que reclamarla para que pudiera ir. Ella era muy avanzada en su época, se compró sus primeros pantalones, estuvo nueve días embarcada sola. Son cosas que nos parecen ahora normales, pero sus hermanas le decían si estaba loca, irse a Venezuela con un hombre…
“En aquel tiempo en Tegueste no había sino un coche y cuando mi madre llegó allá y la montaron en uno, pasó por delante de lo que llaman allí las chiveras (los desguaces) y vio un montón de coches rotos apilados, no se lo podía creer, «estoy en otro mundo», decía. Resumiendo, estuvieron allí trabajando en mil cosas, pero ninguna que tuviera que ver con la agricultura, que la gente se sorprende de lo que mi padre amaba la tierra y amaba esta viña —se emociona y deja unos segundos de hablar para secarse las lágrimas.
«Mi madre trabajaba en Venezuela de vigilante en Pastas Mimesa, la ‘wachimana’ la llamaban (del inglés watchman), y ya que estaba en la puerta hacía helados de hielo a los trabajadores ¡Mi madre ha sido la bomba!»
—¿Cómo se compra una finca en Tegueste estando en Venezuela? ¿La conocía antes de comprarla?
—No, no conocía nada. Allí, al final, trabajaron en Pastas Mimesa, la mayor fábrica de pastas de Venezuela: mi padre en los almacenes y mi madre, que era muy echada para alante, de vigilante, la wachimana la llamaban (del inglés watchman), y ya que estaba en la puerta por la noche hacía helados de hielo y se los vendía a los trabajadores porque hacía mucho calor. ¡Mi madre ha sido la bomba, de verdad! Total, que en el año 1970 mi tío Lázaro le escribe una carta a mi padre (que quería tener algo aquí para cuando volviera), y le dice «hay una finca en Las Peñuelas que a mí me encanta, pero no tengo dinero para comprarla toda, ¿te parece que la compremos a medias?». Él se fio de mi tío (eran cuñados, pero parecían hermanos) y mandó el dinero que tenía en ese momento. Mi tío empezó a cultivar la mitad y dejó la otra mitad para mi padre.
«Como su cuñado Lázaro ya había empezado a plantar viña y acordándose de que su madre y su abuela hacían vino, dijo ¿por qué no?».
—Aún tardó cinco años en volver a la isla. ¿Qué se encontró: una jungla de matorrales?
—Exacto. Cuando mi padre llegó en 1975 había un poco de viña, pero nada más; piedras y zarzas, y se dijo «¿qué hago?». Como su cuñado Lázaro ya había empezado a plantar viña y acordándose de que su madre y su abuela hacían vino, dijo «¿por qué no?». Pero tampoco tenía mucha idea. Porque hay una cosa muy curiosa en mi familia: las mujeres estaban muy involucradas en el mundo de vino, mi abuela y mi bisabuela hacían vino ¡y eran buenas! Mi abuelo cultivaba viña, sí, pero mi abuela era la que hacía el vino y nos ha dejado algunos trucos, que tú dices: pero, ¿en serio? Que una vez el [enólogo] Arsenio Gómez me dijo «puedes hacer esto y esto en la bodega» y yo le contesté: «perdona, eso ya lo hacía mi abuela». En mi familia las mujeres hacían el vino y los hombres se lo bebían, que no era normal en aquella época.
—¿Puedes contar alguno de esos trucos?
—¡No te lo voy a decir! —ríe—, pero son las cosas más naturales que te puedas imaginar.
—En Canarias existía, hasta hace unas décadas, la antigua creencia de que las mujeres con la regla podían estropear el vino y no las dejaban entrar en las bodegas.
«Mi padre murió con 88 años y la gente me dice: Loli, es increíble que tú siempre hayas podido entrar a la bodega sin problema»
—En esta bodega nunca hubo eso. Mi padre murió con 88 años y la gente me dice: «Loli, es increíble que tú siempre hayas podido entrar a la bodega sin problema». Él era muy abierto, yo creo que el emigrar abre la mente y cuando alguien le decía «pero ¿qué hace tu hija en la bodega?», él contestaba «si alguien tiene que salir eres tú». Y cuando alguna mujer le preguntaba si podía entrar a la bodega, solía contestar: «¿por qué, tengo que revisarte?». Para él eso era una tontería. Me acuerdo de chiquitita que venían de los bares con los garrafones, probaban los vinos de varios cascos y decían «éste me lo llevo», soltaban las perras encima de la mesa y se iban. Y yo decía «qué fácil» y ahora el mundo del vino no tiene nada que ver, aunque todavía tengo clientes de mi padre de hace cuarenta años y sigo vendiendo parte del vino en garrafones.
—Para encerrar el vino, tu padre también tendría que hacerse con una buena colección de cascos de madera, ¿dónde los consiguió?
—Mi abuela y mi abuelo tenían cascos… Porque, oficialmente, la bodega era de mi abuelo. ¡A ver! ¿Cómo iba mi abuela a tener una bodega en aquellos tiempos? Y mi padre tenía esos cascos de castaño, todavía los conservo, los tengo entongados [en un almacén en la finca].
«Mi padre era un máquina y tenía más maña que fuerza. Lavaba las barricas con agua y una cadena dentro moviéndolas sin ningún esfuerzo, parecía que la barrica bailaba»
—Cada vez que se acercaba la vendimia, imagino que tendría que prepararse y desentongar y lavar todos esos cascos de madera. ¿Cómo hacía todo ese trabajo él solo?
—Era un máquina y tenía más maña que fuerza. Los cascos que tengo ahora son de 225 litros, nada que ver con los que tenía él de 640. Y lo que hacía él era lo que yo llamo bailar la barrica, moverla con agua y una cadena dentro. Lo movía sin ningún esfuerzo, parecía que la barrica bailaba.
—Pero tenía que bajarlas al suelo primero.
—Cogía una rueda de camión, con otra rueda más pequeña encima que daba juego, y él solo dejaba caer el casco sobre la rueda y la sacaba rodando. Después le metía una cadena con una cuerda trabada por fuera para que no se le quedara dentro, le metía sal gruesa y agua y empezaba a moverla. Le echaba un par de aguas y lo seguía bailando. Un año, mi hermana Elena y yo le regalamos una mini grúa con la que podía coger el casco de sus asientos, que eran unos palos de la luz. Y te digo una cosa, en esos cascos (que yo recuerdo olerlos todos los años, tenía buena nariz y mi padre me decía «Loli, huéleme el casco») jamás noté el más mínimo olor a ascético. ¡Olían a añejo, a ron, a coñac! Mantenía los cascos increíbles.
—Ahora que están de moda los vinos orange, tu padre ya hacía en su bodega un vino tradicional de Tegueste con uvas blancas que maceraba entre 24 y 48 horas. Salía un vino con esas tonalidades naranjas, muy suave, para ese vino de las mañanitas, me ha contado un pajarito.
«Él hacía un vino blanco en el que maceraba las pieles, lo que ahora se llama un orange. Tenía una peculiaridad: era asifonado»
—¡Eso te lo ha contado Arsenio! —ríe—. Siempre me dice: «Loli, ¿por qué no haces el vino de tu padre?». Es verdad que él hacía un vino blanco en el que maceraba las pieles, lo que ahora se llama un orange. Y ese vino tenía un éxito tal que venía gente de todos lados a buscarlo. Además, ese vino tenía una peculiaridad más: era asifonado y todavía hoy la gente mayor se acuerda.
—¿Asifonado?
—Sí, tenía burbujas. Lo que pienso yo es que mi padre lo sacaba de la madera después de terminar de fermentar, cuando aún no había perdido todo el carbónico, y lo pasaba a garrafones. Les ponía la tapa y la sellaba con yeso; allí no había microoxigenación y no perdía el carbónico. Se podría decir que era un envasado prematuro. Y ese es el burbujeo que tenía.
—¿Cómo compartiste con tu padre esa dedicación a la viña y la bodega que viviste y oliste de pequeña?
«De pequeña mi entretenimiento era meterme debajo de las viñas, que estaban levantadas con horquetas, buscando las uvas y sabía, por ejemplo, dónde estaba la moscatel»
—Yo era un piojo pegado a mi padre —se emociona de nuevo, hace una pausa—. Siempre lo ayudaba y me enseñaba, aunque tuve una época de rebeldía, larga, que no le hacía caso. Él me decía que le daba igual, que tenía que aportar y trabajar y que me dedicara en el futuro a lo que quisiera. Me acuerdo de llegar de amanecida de carnavales y él, «vale, pero ahora hay que ir a la finca». Pero de pequeña siempre me encantaba y mi entretenimiento era meterme debajo de las viñas, que estaban levantadas con horquetas, buscando las uvas y sabía, por ejemplo, dónde estaba la moscatel.
—Porque estaban mezcladas.
—Antiguamente estaba todo mezclado. Él hacía el vino tinto tradicional de Tegueste con un diez o un quince por ciento de uva blanca, era un claretillo que tenía su curiosidad, porque le daba nariz, le daba boca. Tras mi fase de rebeldía me volví a enamorar de esto. No sé si es que lo veía a él tan enamorado de lo que hacía y me lo transmitió, pero me enamoré de esto por él.
—De hecho, estudiaste Ingeniería Técnica Agrícola en La Laguna y todavía te quedaron ganas de más y estudiaste Enología en la Universidad Miguel Hernández de Elche.
—Me quedaron ganas, sí. Tuve esa época rebelde larga, pero mi padre enfermó cuando hacía Agrícolas y yo me asusté, recuerdo que me quedaba al lado de su cama estudiando. Ese año saqué diecisiete asignaturas, quería que viera que yo iba a continuar su trabajo. Tenía la ilusión de hacer Enología y mi madre me convenció para que lo hiciera.
—Fuiste una de las primeras mujeres enóloga en Canarias.
—No lo sé. La verdad es que nunca me he preocupado de ese tipo de cosas, pero allá éramos más chicas que chicos estudiando Enología.
—Fuiste pionera en Canarias en la tramitación de certificaciones europeas para bodegas como la ISO 9000 y, especialmente, con la certificación medioambiental ISO 14001. Digo «especialmente» porque una de tus inquietudes es el equilibrio ambiental en la agricultura.
—Sí, por supuesto. Y recuperar cosas que hemos perdido. Por ejemplo, el aprovechamiento que hago de estiércol madurado de gallina que se produce aquí mismo, en Tegueste.
«Tengo los bordes de las huertas de viña llenos de cacharras de agua con una piedra dentro, que los amigos de mi padre se reían, “encima les pones una piedra para que no se ahoguen”»
—Hay quien combate las plagas de insectos y lagartos que se comen las uvas tratando de eliminarlas del viñedo. Tú, por el contrario, ¿les das agua? Explícame.
—Tengo los bordes de las huertas de viña llenos de cacharras de agua con una piedra dentro, que los amigos de mi padre se reían, «encima les pones una piedra para que no se ahoguen», mientras ellos les largaban gofio para que se murieran. Y yo creo que me funciona, se trata de respetarnos. Cuando hace calor les pongo agua una vez a la semana con la cuba del tractor y una manguerita. Las abejas (que hay colmenas cerca) están mucho más relajadas. Y los pájaros, los ratones y los lagartos van a beber y no van a las uvas. Los bordes se lo comen, pero el resto me lo respetan. Hay una parte de la producción que hay que asumir que no es nuestra.
—El relevo generacional en la bodega, ¿fue gradual?
—Mi padre fue muy respetuoso. Veo a amigos que es una lucha continua con los padres, «no me deja…». Mi padre fue tan respetuoso que sorprende, de decir «coge tú el protagonismo». Desde chiquitita estaba yo pegada a él y cuando acabé Agrícolas, en la viña no que le gustaba mucho a él, pero me decía: «a la bodega». Y después me fue dejando la viña también, él ya estaba más cansado. No le costó nada, confianza absoluta pese a que cometí errores. A él le daba vida ver la finca atendida.
—¿Qué has cambiado con respecto a lo que hacía tu padre?
—Los vinos son muy distintos, pero la reconversión del viñedo la hizo él en 2002 y en el año 2011 quitamos los cascos de castaño. Por una parte, lo hizo para facilitar su trabajo, pero creo que, además, pensaba en el relevo generacional; yo jamás podré manejar un casco como él, ¡y menos esos de 640 litros! Como higiene era un problema y dijimos: acero inoxidable, es más fácil de limpiar, más higiénico y me manejo yo sola.
—¿Cómo son tus vinos? ¿Qué buscas?
«Mi padre hacía el tinto tradicional y el blanco aquel asifonado y ya está. Yo hago maceraciones más largas, pero con una tecnología de frío que aporta aroma y boca»
—Mi padre hacía el tinto tradicional y el blanco aquel asifonado y ya está. Yo hago maceraciones más largas, pero con una tecnología de frío que mi padre no tenía y aporta aroma y boca; he quitado ese porcentaje de uva blanca del tinto, intentando buscar un poco más de color. Aunque la tipicidad de Tegueste fuera aquella, pero también porque era lo que demandaba el cliente. Sigo con la marca Viña Barreto para un tinto con mezcla de todas las variedades donde predomina la listán negro, el blanco seco con mezcla de variedades y el blanco afrutado que me había negado a hacer, lo odio, porque lo dulce es lo que más va a perdurar en una comida y te la va a tapar.
—Pero pasaste por el aro, al fin y al cabo, tienes que vender.
—Sí, pasé por el aro. Tengo que vivir. Pero mucha gente me dice «tu afrutado es tuyo, es muy personal», porque la fermentación la paro con una densidad [de azúcares] bastante baja. Y el año pasado cambiamos la imagen y sacamos una marca nueva, Antonio y Julia, los nombres de mis padres, con la gama alta de la bodega, entre ellos el primer cabernet sauvignon monovarietal de Canarias y un blanco sobre sus lías, y este año ampliamos al listán negro.
—Terminamos, un recuerdo dulce.
—Las mañanas de la vendimia de mi niñez, el bullicio de las seis de la mañana y el olor a caldo, porque mi madre se levantaba a las cinco a prepararlo, tenía que estar tres o cuatro horas al fuego en un caldero enorme para toda la gente que venía, ¡más de setenta personas! Yo cargaba uva cuando tenía nueve años, en cestas pedreras con asas sujetas en la cabeza con monteras de tela de saco.